viernes, 22 de mayo de 2009

DE PUTA MADRE

-Hoy toca fiesta en serio, tenés que faltar al laburo –propuso mi amigo Javier.
-Bueno -le dije, y decidí simular vómitos.

El jefe refunfuñó por teléfono. No quería cerrar el local, pero no pudo hacerle frente a mi convincente tos convaleciente. Estaba todo listo entonces, por fin iba a vivir la verdadera fiesta en plena temporada.

Tomamos el taxi hasta Privilege, el boliche más grande del mundo. Pasando la puerta de entrada, un par de hombres en zancos disfrazados de robots gigantes nos dieron la bienvenida. Atravesamos la primera pista y llegamos a la piscina interna que dividía los ambientes. Suspendida sobre el agua se encontraba la cabina del DJ. Cerca de nosotros una gitana gorda y veterana se abría paso entre la gente, empujando a preciosos travestis, buscando desesperadamente a nadie. Alguien le palmeteó la espalda y abrió sus brazos al grito de ¡Eh, vieja, cómo va, vieja!.
-De puta madre tío, de puta madre –respondió ella. Se envolvieron en un abrazo con piquito incluido y la vieja siguió su camino, siguió buscando.

En esta noche podía experimentar todo lo imaginado y todavía más. ¿Cómo podía perdérmela? Sólo era cuestión de desinhibirme, explorar mi costado más frívolo y dejarme llevar. Las drogas fueron una inmensa ayuda, por supuesto. Las hay de todos los tamaños y colores: alcohol, cocaína, cristal, éxtasis, hachís, marihuana, speed, LSD, hongos, MDMA, ketamina, heroína. Nadie se queda sin el pequeño empujón para estimular la diversión. Todos y cada uno de ellos se drogan, se maquillan, se perfuman, combinan sus trapos de marca, agregan gel, anteojos de sol y brillantes en los dientes como último elemento, toman el taxi y pagan la entrada para estar consigo mismos y con nadie más. Se paran en un rincón y miran, y esperan a ser mirados, y sienten la abrumadora sensación, que varía según lo ingerido. Sus mentes se fugan hacia el techo y los cuerpos siguen el correcto movimiento en piloto automático. Entonces ya no conectan entre ellos porque están bien así, desconectados.

Para no sentirme menos fui a la barra más cercana a pedirme un trago.
-Tomá, te compré una de las buenas –me dijo Javier al oído, metiéndome en la mano mi primer pastilla de éxtasis. Yo voy a tomarme un ácido a ver qué pasa.

Un trago largo y adentro. Regresamos a la pista central, donde hippies y conchetos convivían en paz con los humanos sin género de chancletas y tacos altos. Un mimo pintado como un integrante de Kiss y vestido con un mameluco naranja flúo estaba colgado con un arnés desde la baranda del primer piso. Sacando su lengua larga lanzaba a la marchanta numerosas pelucas multicolores y algunos sombreros de cotillón. La muchachada estiraba los brazos para agarrar los regalos y yo saltaba y saltaba pero seguía hundido en la montonera como un petiso irremediable. Me rodeaban diversos grupos de amigos entrañables que recién se conocían. Festejaban las atrapadas, chocaban los cinco y seguían bailando agitando sus rulos coloridos como si fuera la última despedida de soltero de Roland McDonald.

Antes de que me diera cuenta yo también estaba sacudiendo la cabeza, observando con los ojos cerrados las luces que atravesaban mis párpados, se acomodaban en mi mente y proponían imágenes sobre la marcha. Cuando abrí los ojos me encontré con la sonrisa de una chica paseando frente a mi flequillo mojado. Tomé impulso y le susurré al oído una ocurrencia inolvidable que nunca recordaré. Ella sonrió, dijo que era argentina y me gritó en secreto que se estaba desvirgando electrónicamente esa misma noche.
-A mí en realidad me gusta el punky –explicó un poco pálida, con la transpiración destiñéndole las ojeras violetas. Pero ya me tomé tres pastillas y tengo que aceptar que este DJ es mi Dios. Me lleva, me trae, me sube, me baja. Es mi dueño, le pertenezco… Completamente.

Me dieron ganas de chuparle la frente, pero de pronto la pastilla subió, el efecto se disparó en un segundo y ya no pude seguir conversando. Alguien apretó el botón que se ocultaba detrás de mi nuca y la noche se encendió. Un relámpago iluminó la situación y en un segundo entendí a la música electrónica. Fue como descubrir el dibujo oculto en los libros de 3D: de pronto sintonicé la frecuencia requerida y pude visualizar la tridimensionalidad del sonido. La música era energía y yo fluía dentro de ella, siendo una parte de todos los demás. Tuve que rendirme ante el poder de los DJs y deambular por las cuatro pistas instintivamente, esforzándome para alcanzar a mis pies que se empecinaban en apurar el paso. Cedí los derechos de mi cuerpo a estos héroes perfectos y ellos me manejaron a su antojo, como si fuera su obediente marioneta contenta.

-¿Te recomiendo algo? –me aconsejó una española. Mueve la cabeza de lado a lado a gran velocidad y ponte los ojos bizcos. Venga, que vas a ver cosas que nunca viste.

Hice caso y las líneas desparecieron, ya no encontré límites claros, sólo las luces violetas y rojas que titilaban alargadas, clavándose en mis córneas. Por un segundo tuve miedo de ingresar al mundo de Los Paranoicos. Ellos pierden cuando se preguntan ¿está bien lo que me está pasando?, ¿es esto lo que tengo que sentir? Ese es el camino hacia un territorio doloroso y de difícil escapatoria.

Los Paranoicos suelen ser primerizos con cierta droga y sufren una lucha interna, se agarran la cabeza, piden consejos, piensan en hospitales. Luego de unas horas recuperan la razón y, con el pánico todavía reciente, se dicen ¡Nunca más! Pero más adelante les ofrecen la misma droga en otra fiesta; y ellos dudan, recuerdan el mal momento y piensan: ahora ya sé lo que debo sentir, voy a estar más tranquilo, esta vez me va a gustar. Pero caen en la misma trampa porque al rato se olvidan, y tarde o temprano se preguntan ¿está bien lo que me está pasando?, ¿es esto lo que tengo que sentir? Yo los conozco bien, visité su mundo en varias oportunidades. Por eso ya aprendí a eludirlos: el truco está en desconectar el cerebro y concentrarse en las acciones. Decidí fumar un cigarrillo y encaminarme hacia el inodoro más cercano.

En el trayecto hacia el baño choqué con las sillas masajeadoras y descontracturantes, que se alquilaban a veinte euros los diez minutos. A la izquierda asomaba una majestuosa escultura de hielo con forma de camello. Corrí a abrazarla y lamerle las orejas hasta que me avisaron que eso no estaba permitido. Ya frente a los urinales saludé al DJ residente del toalette, que pinchaba discos exclusivos para los que meaban parados, moviendo las cabezas.

-Estoy acá arriba, arriba de todo –dijo mi vecino de mingitorio. Subí, tomate esto que en treinta minutos llegás. Vení, jugate conmigo. ¡JUGATE YA!

Estuve a punto de cometer el error de agarrar su pastilla, pero Javier apareció en
el momento justo para rescatarme. Tenía las pupilas negras casi por completo. Una sonrisa verdosa le recorría la cara y él giraba la cabeza en círculos, como si buscara la manera de desenredar los nudos de su cuello. Aproveché su falta de reflejos para cachetearlo a mi antojo. Después volvimos a una de las pistas. La oscuridad se iluminaba con destellos de breves caras dislocadas. Un par de diosas en pelotas se agitaban contentas en el escenario, donde un hombre enfundado en un traje de buzo bailaba dentro de una burbuja fosforescente tamaño familiar. La imagen no sorprendía, encajaba con el contexto.

Una chica se tropezó conmigo y gritó llorando casi de rodillas:
-No puedo más. Explicame: ¡¿QUÉ HAGO CON TANTA FELICIDAD?!
-Seguí bailando –le respondí y empecé a rebotar sintiéndome una mosca chocando contra una ventana cerrada.

-¡Esta canción es genial! Es una de las que más me gustan –llegué a leerle en los labios a otra chica que saltaba a mi lado.
-Ah, pero cómo, ¿vos llegás a distinguirlas?

No me respondió, pero agarró mis manos y las puso en sus cachetes rechonchos. Eran las mejillas más suaves y acolchadas que había sentido en mi vida. Si fuese su tío se la hubiera masacrado a pellizcones durante toda su infancia. Yo las acariciaba como si fueran mi mejor juguete y ella cerraba los ojos y sonreía. Hasta que la música subió todavía más y tuvimos que separarnos para seguir flotando cada uno en su lugar. El individualismo nos absorbía, y mi afán de ser el eterno reportero de mi autoanálisis me obligaba a despertar del transe ocasionalmente. En mi fantasía todos estabamos agachados, y cada tanto yo alzaba la cabeza para observar la escena desde arriba y tomar notas mentales del asunto. Después, me agachaba de vuelta y volvía a ser un bicho más.

La lógica del éxtasis está alerta y varía constantemente: sentir la piel, tocarse, moverse rápido, ver el resplandor azul o rojo, sacudir la cabeza, buscar un hielo, pasárselo por la nuca y las mejillas, morderlo con fuerza, helarse los molares, seguir el ritmo, perderlo completamente, ir al baño, hacer pis blanco, encerrarse en el inodoro, sonarse la nariz para adentro, sonarse el cerebro, pasarse los restos del polvo por los dientes, mirarse en el espejo, chapotearse la cara, acomodarse el pelo, volver a la pista, encontrar a alguien, fumar, chamullar con señas, observar el espectáculo, drogarse más y más, para que no decaiga nunca jamás.

Y así se va la noche en un santiamén. El tiempo es fugaz cuando se está tan ocupado, concentrado en el paso siguiente. Siempre hay algo para hacer. ¿Cómo detenerse? Un buen DJ sabe descendernos con suavidad hasta el aterrizaje y por suerte Ibiza cuenta con los pilotos más profesionales del mundo.

Cerca del final del set se formó un grupo alrededor nuestro. Parecía gente buena. Nadie decía nada pero todos entendíamos que estábamos compartiendo algo. Era nuestro momento. Ni hace un rato ni dentro de poco. Ahora mismo: YA. El DJ dejó de golpearnos el pecho y empezó a acariciarnos la piel soltando una melodía de terciopelo. Cerramos los ojos con delicadeza y nos hundimos en esa especie de arrorró musical mientras nuestros cuerpos se balanceaban en cámara lenta formando círculos concéntricos, como si fuéramos pinos de bowling que no se decidían a desplomarse. Sin darme cuenta dejé caer mi peso muerto hacia delante y elongué los aductores. Poco a poco el círculo fue haciéndose más y más chico. Nos atraíamos instintivamente hasta enfundarnos en un abrazo comunitario de ocho participantes. Canalizamos la energía hacia adentro. Fuimos todos uno solo y nos quisimos tanto…

La música se apagó y no quedó otra que aplaudir para agradecer. A nosotros, a él, a la noche.

-¿Te gustó?
-Sí, quiero más.

Lo bueno es que no hay que esperar hasta mañana: primero está la fiesta, después el after, después la matinée, después la fiesta. Eso es lo maravilloso de Ibiza: la posibilidad de lo interminable.

¿Querés venir? Siempre hay lugar para uno más.

1 comentario:

Bia Consulting dijo...

Pffffffffff genial genial genial.
La verdad que me puso un poco triste... pero bueno, ya vendran otras fiestas.