miércoles, 16 de marzo de 2016

JAVIER DESDE AFUERA

Javier le dijo a su psicóloga que estaba de-so-la-do porque su novia lo había dejado sin explicarle por qué. Le dijo que a pesar de que le insistió varias veces que replanteara su decisión no hubo caso, y que lo que más le molestaba de la situación era que ella no le había querido decir qué pensaba realmente de él.

Javier le dijo a la psicóloga que la principal razón para la cual se había puesto de novio era que alguien externo a él fuera testigo de su personalidad, así después podría contarle como era él visto desde afuera. Por eso mismo terminar así, sin recibir razones ni detalles de su forma de ser, era como haber desperdiciado la mejor parte de la relación. Y por eso mismo, su relación había sido un fracaso.
Tres meses tirados a la basura.
Javier le dijo a la psicóloga que estaba muy triste por todo eso.

Javier hizo una pausa para hacerle sentir lástima a la psicóloga con su última frase. Se esforzó por llorar en esa pausa pero no lo logró, y debió conformarse con concentrarse en la cara de un cachorro de hush puppie abandonado bajo la lluvia para copiar esa expresión y adaptarla a la versión humana.

Luego de la pausa, Javier contó a la psicóloga que intentó convencer a su ex novia de que le diera una segunda oportunidad, así podría ganar más tiempo para averiguar qué pensaba ella realmente de él. Lograr una confesión por parte de ella, era para Javier como rescatar del tacho de basura los tres meses de relación, algo parecido a gritar un gol en el último minuto.

Para convencerla, Javier le aseguró a su ex novia que era capaz de convertirse en lo que ella quisiera con tal de que no lo dejara. Sacó una birome y un anotador y la alentó a que escribiera una lista con todas las características que no le atraían de él; y le juró que, de esa manera, él inmediatamente haría desaparecer esos adjetivos de su personalidad.
-Se lo juré por nosotros –le dijo Javier a la psicóloga.
-Jurarlo por nosotros ahora mismo no tiene mucho valor que digamos –dijo Javier que le respondió su ex novia.

Sin embargo, Javier insistió. Y subió la apuesta ofreciéndole a su ex novia que agregara en la lista nuevos adjetivos que le gustaría que él adquiriera junto con los nombres de algunos hombres que contuvieran esos adjetivos. Él se comprometía a seguir a esos hombres y estudiarlos hasta lograr incorporar cada uno de los adjetivos escritos en la lista.
Javier estaba dispuesto a cambiar su personalidad entera con tal de que su ex novia le dijera como era él realmente visto desde afuera. Pero ella se negó, sin explicarle que alto, negro y brasilero eran adjetivos muy difíciles de incorporar.
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-¿Y vos qué pensás de todo esto Javier? –le preguntó la psicóloga a Javier.
-No, usted que piensa de esto doctora –le respondió Javier a la psicóloga-. ¿Y qué piensa de mí, ya que estamos? Dígamelo de una vez.
-No, Javier. Decime vos que pensás –retrucó la psicóloga.
-Dígame usted qué pienso doctora. Y qué tengo que pensar si lo que pienso no es lo que debería estar pensando. Para qué le pago sino, atorranta –se enojó Javier.

La psicóloga guardó silencio, apretó el botón de su bolígrafo y escribió en su cuaderno alguna cosa que Javier no llegó a ver. Javier entonces se puso de rodillas en el suelo arrepentido, como si estuviera a punto de proponer matrimonio en una película de Hollywood. A Javier le encantaba hacer cosas como si estuviera en una película. Lo hacía sentirse más normal y, a la vez, más importante.

-Doctora, ya pasaron seis meses de tratamiento –dijo Javier-. Por favor haga de cuenta que tengo amnesia y no recuerdo nada. Dígame quién soy, doctora, se lo ruego.
-No me toques la pollera Javier –respondió la psicóloga-. Y volvé al diván. Si te sentás, te prometo que te lo digo.

Javier soltó a la psicóloga. Luego le alisó la pollera para borrarle las arrugas y tomó asiento en el diván. La doctora se puso nerviosa y lo miró de costado.
-Creo, Javier, que estás obsesionado con saber lo que la gente piensa de vos.
-Ajá, ajá…-dijo Javier, cruzando las piernas.
-Tenés que terminar con esto, porque no te deja funcionar. Es urgente.
-Ajá, ajá… -siguió Javier ahora también con la mano en la pera-. ¿Y usted qué piensa?
-Pienso que tenés que descubrir quién sos vos para vos. No podés guiarte por lo que imaginás que piensan los demás para tomar las decisiones en tu vida. Eso es algo que no se puede saber nunca.
-¿Lo que piensan los demás?
-Exacto. Es imposible saber lo que piensan los demás de vos.
-Saber lo que piensan todos de mí… -dijo Javier.

Javier se quedó unos segundos estudiando la pared con la mirada perdida. En su cabeza se vio como un villano que estaba teniendo una idea fabulosa para conquistar al mundo en una película de clase B. Le gustó esa expresión, por eso la sostuvo lo más que pudo. Se preguntó si los demás también verían su expresión de villano como él se imaginaba que la estaba haciendo, pero como se lo preguntó en voz baja y dentro de su mente, nadie le dijo la respuesta. Siempre que intentó verse con la mirada perdida en el espejo había terminado con dolor de ojos y una intensa sensación de fracaso.
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Javier pensó que era una buena idea inventar una máquina que permitiera intercambiar cuerpos con otra persona por el lapso de unos segundos para poder verse a sí mismo desde afuera. Recordó que había visto algo similar en una película de Steve Martin, y se le ocurrió que, como la película era vieja, quizás después de todo este tiempo alguien la había visto y ya había inventado la máquina.

Javier llamó al Centro Superior de Investigaciones Científicas, pidió habar con un científico y cuando este lo atendió, le preguntó si sabía dónde podía conseguir una máquina de esas que permiten cambiar de cuerpo con otra persona por el lapso de unos segundos. El científico le respondió que todavía no tenían, pero sugirió que se comprara una máquina filmadora para filmarse y después ver el video en la televisión. El científico dijo que era la mejor opción que se le ocurría para que Javier pudiera verse desde afuera. Javier no estuvo de acuerdo, pero le agradeció al científico por la intención y por haber pronunciado la palabra filmadora, ya que al pronunciarla le había dado una idea interesante.

Javier pensó que era una idea interesante fingir su propia muerte. Llamó a su amigo Miguel, que estudiaba cine en la FUC y tenía una filmadora, y le propuso que para su tesis final hiciera un mediometraje sobre todo el proceso. Miguel estuvo de acuerdo y esa misma semana se juntó con Javier para ultimar los detalles.

Miguel y Javier tomaron un café y decidieron que la mejor opción era que Javier se fuera de la ciudad sin avisar durante un par de semanas. Antes, Miguel se encargaría de filmar el secuestro de Javier y su posterior asesinato con una estética realista para formar parte de la ola del Nuevo Cine Argentino. Miguel dijo que después subiría el video en youtube y aseguró que nadie sospecharía de la imbecilidad que debían tener los secuestradores para subir el viedo a youtube después de realizar un asesinato, ya que hoy en día todas las personas tenían la necesidad de mostrarse y los asesinos no eran ajenos a esa tendencia. Miguel dijo que todo iba a salir bárbaro, y que él no iba a descansar hasta convertirse en el nuevo Adrián Caetano. Javier le dijo que era raro que se convirtiera en el nuevo Adrián Caetano mientras el viejo Adrián Caetano seguía vivo. Dijo qué para convertirse en el nuevo Adrián Caetano Miguel tenía que esperar a que el viejo Adrián Caetano muriera. Miguel dijo que no, que con un asesinato ya era suficiente, y que matar a un famoso era más peligroso. Javier le aseguró que Adrián Cateano era famoso de nombre, pero que su cara la conocían sólo unos pocos. Miguel dijo que de todas maneras no valía la pena arriesgarse.
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Esa semana filmaron el video del secuestro y el asesinato en un descampado cerca de la zona de Tigre. Al terminar el rodaje, Miguel acompañó a Javier hasta la terminal de Retiro para que se tomara un tren hasta Mar del Plata. Miguel le dijo a Javier que apenas se fuera llamaría a la familia para darles la noticia así organizaban el velorio lo antes posible.

A Javier le daba un poco de lástima jugar con los sentimientos de sus familiares, pero estaba dispuesto a hacer el sacrificio. Javier recordaba que su abuelo siempre le repetía que en la vida nada se conseguía sin esfuerzo. Que había que sacrificarse. Cuando Javier le preguntaba cuál era el esfuerzo que hacían los ganadores de la lotería, su abuelo siempre le respondía que era un idiota. Por ese tipo de actitudes, Javier quería mucho a su abuelo: era de las pocas personas que le daban un indicio de cómo era su personalidad. Javier decía que él sabía que su abuelo decía la verdad porque había leído en una cita textual de la revista Caras que los niños y los viejos siempre decían la verdad. La diferencia era que había muchos niños que decían la verdad antes de aprender a hablar, y que por no se les entendía y las verdades eran desperdiciadas. Por eso mismo, Javier prefería la opinión de su abuelo antes que la de su sobrino, que tenía un año y medio.
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Por consejo de Miguel, los padres de Javier decidieron organizar el velorio a pesar de que la policía todavía no había podido hallar el cuerpo. Miguel dijo que conocía a una Madre de Plaza de Mayo, y que por la experiencia relatada por ella con respecto a los desaparecidos, había aprendido que lo mejor era hacer el duelo lo más rápido posible. Había que tratar de llorar mucho mucho mucho mucho para descargarse y luego había que aceptarlo y dejar el asunto atrás porque la vida seguía y no tenía sentido desperdiciarla.
El discurso de Miguel fue muy convincente y logró los resultados esperados.

Durante el velorio, Miguel se ocupó de filmar a todos los conocidos de Javier preguntándoles qué pensaban de él. Explicó que estaba preparando un video para enterrarlo junto con el cuerpo así Javier podría descansar en paz con la seguridad de saber quién había sido él en vida, algo que todos sabían que lo había atormentado hasta sus últimos días.

Todos los familiares y amigos contribuyeron, y al final del velorio Miguel contaba con más de treinta testimonios sobre la personalidad de Javier. La ex novia había leído un papel que guardaba de recuerdo con una lista de los adjetivos que menos le atraían de Javier junto con otros adjetivos que le hubiera gustado que tuviera. Lloró un poco después de leerlo y dijo estar arrepentida de no habérselo leído en vida, pero explicó que no lo hizo porque tuvo miedo de que eso le generara a Javier falsas expectativas.

Cuando el velorio terminó, los padres de Javier anunciaron que iban a tirar las cenizas en el lugar preferido de Javier en el mundo, pero al no estar seguros de saber dónde quedaba ese lugar exactamente, querían saber la opinión de los demás. Un tío preguntó de dónde habían sacado las cenizas si la policía no había encontrado el cuerpo. Los padres le explicaron que para seguir el consejo de Miguel, decidieron hacer el duelo lo más rápido posible y quemaron todas las pertenencias de Javier, incluyendo la cama. Los padres dijeron que después guardaron todas las cenizas en una vasija y que, en cierto sentido, para ellos esas cenizas eran las cenizas de Javier.

La ex novia de Javier dijo que a su parecer lo que más le gustaba hacer a Javier en el mundo era ir a la psicóloga. Todos estuvieron de acuerdo y decidieron arrojar las cenizas en la oficina de la psicóloga de Javier. Miguel pidió disculpas por no poder arrojar el video junto con el cuerpo de Javier, porque este, al igual que su tumba, no existía. Dijo que le daba no se qué dejar el video en lo de la psicóloga al alcance de todos sus pacientes, porque según Miguel esa gente está muy conflictuada y es capaz de cualquier cosa. Nadie objetó cuando Miguel propuso guardar el video en su propia casa.
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Un domingo a la tarde de la semana siguiente, Miguel fue a recibir a Javier a la estación de Retiro en su vuelta del viaje a Mar del Plata. Apenas llegó Javier, los dos se abrazaron y enseguida viajaron hacia la casa de Miguel para ver el video. Javier no preguntó detalles de su velorio ni de su funeral, porque estaba demasiado ansioso por descubrir qué es lo que el mundo pensaba realmente de él. Su satisfacción fue inmensa al ver en la filmación de Miguel tantas palabras lindas pronunciadas por sus conocidos más cercanos acerca de su personalidad.
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Aliviado como nunca antes en la vida, Javier decidió seguir siendo exactamente como era hasta ese entonces. Regresó de la muerte contentísimo de saber al pie de la letra la opinión de todos los demás acerca de su persona y explicó que todo había sido una farsa para ayudar a Miguel a realizar su tesis para la FUC.

Desde ese día, todos coincidieron con el abuelo y pensaron que Javier era un idiota.

Menos Javier.

lunes, 7 de septiembre de 2015

HACIENDO TRAMPA

Casi siempre sucede en una fiesta familiar. Tipo casamiento, fiesta de quince o Bar mitzvah. El abuelo Tito emerge entre primos y tíos y me dice de jugar al backgammon. O como él le llama: el Taure. El backgammon es nuestra forma de relacionarnos.

Él nunca se cansó de jugar. Al principio me ganaba (siempre fue un tipo de suerte), pero con el tiempo cada tanto vencía yo y, cerca del final, los dos hacíamos fuerza para que ganara él. Así lo veía contento. Su versión contenta era más propensa a regalarme algún vuelto para ir al cine o comprar chocolates. Al terminar el partido nos estrechamos la mano como gerentes de empresas multinacionales.

Pocas cosas son más graciosas como ver al abuelo Tito hacer trampa para ganar. Solía aprovecharse de su alzheimer pasajero descaradamente. Yo a veces lo dejaba hacer y otras le discutía para verlo discutir lo indiscutible. Graciosísimo. Pero lo raro de jugar en esta fiesta -casamiento, fiesta de quince o Bar mitzvah-, es que el abuelo Tito todavía no se de cuenta de que está muerto. Y a mi me da vergüenza avisarle.

Entonces jugamos. Como de costumbre me da a elegir y yo elijo las blancas. Tiramos los dados y él saca un seis (suertudo) que le gana a mi cinco. Empieza él, entonces.

A veces se equivoca en alguna movida y yo le sugiero corregirla. Hay que dejarlo ganar. Otras veces se impacienta al ver que pienso demasiado y mueve las fichas por mí recomendándome la mejor jugada. Igual que antes. Solo que todo este tiempo pienso que al abuelo Tito lo falso enterramos y él volvió para refutarnos a todos los que asumimos su muerte y refregarnos en la cara el año de más que piensa vivir. De alguna manera se que él volvió para vivir un año más. Ni más ni menos. Y que cuando nos acostumbremos a su presencia va a morirse de verdad, por segunda vez. Para irse cuando él quiera. Pienso todo eso mientras el abuelo sigue jugando. Y trato de que no se note la mezcla de susto y culpa que siento por haber ido a su velorio antes de tiempo. Siempre es así. Cada vez que lo sueño.

El abuelo Tito hace como si nada. Sigue jugando. Y nosotros –mis primos, mis tíos y yo- nos miramos a los ojos cómplices en silencio y tampoco decimos nada. Para que no se de cuenta. Pero sabemos que él está haciendo de cuenta. Que se hace el distraído. Que está haciendo trampa. Y es graciosísimo.

miércoles, 24 de junio de 2015

ABUELA SANGUCHITO

La recuerdo con el mismo pulover rojo, yendo y viniendo a la cocina, feliz de la vida de vernos comer sus milanesas. Monitoreaba el almuerzo a la distancia indicando con precisión cuándo y dónde poner mayonesa, cuándo tomar un trago de granadina con soda (siempre al final, para no llenarse antes) y dónde estaba el pionono si veía que no lo tocabas lo suficiente. Eso me hacía rabiar. Comía menos para hacerla rabiar a ella, pero ella a su edad era incorregible. Antes también, claro.

Nunca se sentaba por más de tres minutos consecutivos. Siempre había algo que hacer en la cocina. Y si nos veía hablar mucho, nos callaba a la fuerza. Cuando se come no se habla, repetía enojada. A mi y a mi hermana nos daba risa. Siempre nos dio mucha risa y ganas de abrazar. Era de las pocas personas en este mundo capaces de ponerse genuinamente contentas si le regalaba un portaretratos con una foto mía en su cumpleaños. Y ahora que no está tengo el impulso de abrazar abuelas ajenas por la calle.

Su mantra era una frase de dos palabras idénticas: Cóme, cóme. Las decía en un acento polaco de lo más divertido. Todo lo que era bueno para ella era especial, y si alguien la quería embromar entrecerraba los ojos y decía que era mentira de José. Me daba bizcochos y sándwiches para llevar y se ponía como loca si me descubría compartiéndolos con mis amigos. La bautizamos Abuela Sanguchito.

Ella entendía todo todito, pero se lo callaba por estrategia. Siempre fue muy diplomática. Y como toda abuela era capaz de hacerme ir a su casa para arreglarle el televisor, que estaba desenchufado. Enana como ella sola, caminaba por la vereda en zig zag tambaleándose con los tacos altos. ¿Para qué tacos altos a esa edad, me querés decir? Es extraño, teniendo en cuenta que fue de una generación que no se preocupó por ser popular, sino por sobrevivir. Y ella lo hizo mejor que nadie.

El holocausto le comió siete hermanos, dos padres y un hijo de cuatro años que dejó escondido con los vecinos. Guardaba ampliada la única foto que le quedó de él. Era en blanco y negro y tenía una mirada profunda que siempre me dio escalofríos. Ella se salvó por fuerza y por suerte, y esperó en su pueblo tres meses la milagrosa aparición de su marido como habían acordado. Entonces miró para adelante sin detenerse a pensar nunca en el pasado que le entraba en la cabeza a la noche sin pedir permiso en forma de pesadillas. Está todo escrito en una carta que mandaron a Alemania para recibir la pensión. Eso y más. Pero no todo. Todo es imposible.

A veces invitaba amigos a almorzar en su casa para que vieran con sus propios ojos la estatura de su personaje. A Rochi la saludó contentísima confundiéndola con una amiga de papá que era treinta años máyor. A Diego siempre lo culpó de dejarla sorda por un petardo que tiró y le cayó cerca. A Juan lo obligó a levantarse del sillón de mi living en año nuevo para que apagara la música y se fuera con todos los demás porque esa no era casa de baile. Y eso que festejábamos en casa por mi silla de ruedas.

Un día se cayó y tuvo que aprender a convivir con una gorda que según ella le robaba las bombachas. Cuando se cayó por segunda vez yo estaba en el exterior. Volví un día, pero ella vivía en un geriátrico y ya no era la misma. Hablaba poco y nada, entendía menos, pero yo todavía sentía que me abrazaba un poco con sus ojos brillosos. Después ni siquiera.

Se sorprendió mucho un día, cuando se enteró que estábamos reunidos en el geriátrico para festejarle el cumpleaños. Se sorprendió de no acordarse de su cunpleaños. Por un instante sentí que se dio cuenta de todo. Después lo olvidó.

Ya no había razones para seguir viviendo. Pero ella seguía. Cada vez más desconectada, los huesos contraídos, regresando de a poco a la posición fetal original. Se hacía dificil verla, por mucho tiempo preferimos la culpa de no visitarla. Pero ella seguía. No le quedaba nada, sólo su inmenso instinto de supervivencia. Ella seguía. Y en mi imaginación su cerebro guardaba un único pensamiento; el mismo que le permitió atravesar la peor de las guerras desde el peor de los bandos: Tengo que sobrevivir.

Hablamos de ella el día del padre; nos preguntamos qué estaba esperando. De alguna manera se dio cuenta, y al otro día se fue. Tenía 95 años.

Siempre tuve miedo de que cuando llegara el momento no la lloraría como se lo merecía. Que sería igual que cuando mandaron a mi primer perro al campo y nos avisaron de su muerte seis meses más tarde. Pero cuando papá llamó por teléfono lo supe antes de que lo dijera por el tono con el que pronunció mi nombre. Y ahora ya se en qué pensar cada vez que necesite recurrir a la memoria emotiva, si es que algún día me decido a ser actor. Ahora quisiera tener a ese viejo perro para abrazarlo en silencio y morderle fuerte el cuello peludo.
Los perros son, sin dudas, los mejores compañeros de velatorio.

martes, 21 de abril de 2015

SI TODO VA BIEN

Siempre pensó primero en sus miedos. Como para empezar por ahí. Y si no me sale, si me sale mal, imaginate si fracaso. Ese tipo de cosas. Hasta que un día empezó a triunfar en todo. Triunfar triunfar triunfar. Tres veces triunfar. Y más.

Tanto tiempo pasó dudando si algún día sería o no sería lo que pensaba que podía llegar a ser, que cuando se convirtió en todo lo que pensó que podía llegar a ser multiplicado por tres no supo qué hacer. En menos de dos años se cumplieron todos sus sueños. Los posibles, y los otros. Cada cosa que hacía terminaba en aplausos. Gente desconocida lo detenía por la calle para mostrarle su dedo pulgar derecho mirando hacia arriba. Y él empezó a ponerse nervioso. Nervioso, nerviososo, nervios, nerv.

Dejó de creer en sí mismo. Estaba convencido de que era una farsa, pero nadie se daba cuenta. Perdió el parámetro. Cada cosa que decía era celebrada por todos, menos por ese tipito gruñón que vivía adentro suyo desde que él era chico y aquel era tipititito.

Se dedicó a buscar. Buscó desesperadamente a alguien que contradiga su éxito. Un detractor absoluto, el presidente de su club de antifans. Buscó en barrios pobres, en barrios cultos, telefoneó a Jorge Rial, le preguntó a snobs, a veganos, a ecologistas, religiosos, extremistas, pesimistas y a esos adolescentes oscuros que se juntan en una esquina a vestirse de negro para repetirse que no están a favor de nada. Resultó que estaban a favor suyo. También ellos.

Decidió cambiar radicalmente, y empezó por la vestimenta. Fue a comprar la ropa más incongruente, se la puso toda junta, turbante incluido, y salió a caminar. Tenía puesto un traje imposible. A la gente le gustó mucho mucho.

Al día siguiente salió nuevamente con su traje imposible. Lo empezaron a felicitar. Palmadas en la espalda. Choque los cinco. Todo eso. Ya había otros que andaban con turbantes propios y le sonreían.

Empezó a sentir un olor. Un olor fuerte, como a huevo podrido, vomito de bebé y fermento de Jorge Formento mezclado en licuadora. Le dieron náuseas. Olió a la gente que lo saludaba, se olió la zapatilla, olió el piso, olió a todo su alrededor. No hubo caso. El origen era invisible. Se dio cuenta que si no encontraba el olor en nadie más, significaba que el olor era suyo.

Volvió a su casa corriendo. Se sacó la ropa en el balcón, la apiló y la quemó toda. Se puso a mirar el fuego hasta que se extinguía y encontró felicidad pasajera en ese ritual. Fue fugaz, pero le renovó el espíritu. Decidió cambiar radicalmente. Otra vez.

Se compró una cartera. No le parecía femenino, sino cómodo. Cambió el turbante por un sombrero a la Indiana Jones para sentirse importante. Se puso botas de cuero con taco alto porque era la mejor forma masculina de aumentar su altura sin convertirse en uno de esos payasos con zancos que reparten volantes en el circo. Y bufandas, a pesar de que era verano. Bufandas, de tres colores distintos. Amarillo, violeta y naranja. Para tapar el moño, que le gustaba usarlo sin que se viera, como si fuera su secreto más íntimo.

Salió decidido a ser otro. Contentísimo, la frente en alto. Su público enloqueció. Obra maestra. Genio del milenio. Avant garde. El adelantado. Y ese olor? Ustedes sienten ese olor? Ese olor insoportable. No se soporta. Pero nadie lo sentía más que él.

Corrió. Y su público detrás. Pero él corrió más rápido, y mientras se sacaba la ropa sus perseguidores se detenían para quedarse las prendas como recuerdos. Llegó a un lago y se tiro de cabeza desnudo. Salió con la cabeza desnuda, limpita. Y la boca como medialuna sacando a respirar a los dientes.

Sus seguidores lo vieron sin nada más que piel y, por fin, se indignaron. Qué verguenza. No tiene tacto. No tiene gusto. El nudismo está re out. A quién se le ocurre? Y él así, al natural. Todos asqueados, cierto, pero ya no sentía el olor. Ya no. Se sentía en paz consigo mismo, peleado con todos los demás.
Se sentía justo como quería ser: un verdadero artista.

jueves, 29 de mayo de 2014

MOROS EN LA COSTA

El que inventó la frase no hay moros en la costa estaba muy equivocado. Hay una gran cantidad de moros en la costa. Yo los ví, están por todos lados.

Desde hace un tiempo los moros invadieron el Jackpot Ferrer; y con ellos llegaron los desafíos de pool, las cervecitas de más, un olor agrio de transpiración, esos viajes al baño para despertarse los ojos y el barullo de la letra jota.

En un principio me alteraban, me ponían los nervios de punta, pero ya me acostumbré. Las reglas están implícitas y ellos ya se vigilan solos. Tampoco son mala gente. A veces dejan la impresión de ser tan sólo jóvenes divirtiéndose, buscando ganarse la vida fácil. Algunos exageran y se condenan, pero no todos son tan tontos. Viven al filo, pero tienen el filo bien estudiado. Conocen el gusto de las rejas y del demasiado, y juegan a eludirlo.

-Si vienen los moros les partes unos costillos y ya no te van a molestar. Tienes que ser el rey –me había advertido Stefan en mi primera noche en el bar.

El problema fue que Mustafá, el primero en llegar, parecía inofensivo. Era flaquito, moreno y con rulos, como casi todos los marroquíes. Entró pidiendo permiso, tímido, caminando con prudencia hasta la barra.
-Un café, por favor –dijo con voz débil y amable.
Si lo agarraba por sorpresa con la escoba tenía muchas chances de partirle una costilla. Eso hubiera marcado un ejemplo para los demás, Stefan hubiera estado orgulloso. Pero el hombre me combatió con respeto, buenos modales y cara de buena gente. Se quedó sentadito en la barra. Calmo, en silencio, sin molestar a nadie. Si tan solo escupía a algún cliente o al menos comentaba que el café estaba frío me habría dado el pie para iniciar el ataque. Pero Mustafá no me regaló ni una excusa, el muy desconsiderado.

El jefe también me había advertido de los marroquíes:
-Tuve que echar a la chica que trabajaba antes que tú porque los moros le ganaron la confianza, ¿sabes? Ella los dejó entrar y después estaban todo el día aquí, jugando al billar, vendiendo drogas. Esa chica se lió con uno de esos moros y terminó convirtiendo al bar en una casa de putas. Por eso tú tienes que echarlos a la calle. A tomar por culo, ¿entendido?
-Seguro, no hay problema, no se preocupe.

Sn embargo, ahora no era tan sencillo el asunto. Si Mustafá no me daba una buena justificación para romperle las costillas no tenía otra opción más que pedirle amablemente que se retirara. ¿Cómo iba a hacer para explicarle tal cosa?
-Es que sos marroquí, entendeme, el jefe me mandó a discriminar por encargo.

Eso sí que no. Si iba a convertirme en un racista al menos tenía que ser por mis propias razones. Prefería partirle la escoba en el pecho, sería menos insultante. Por eso nunca llegué a ser el rey.
Le serví otro café a Mustafá, le agradecí la propina y lo dejé ir nomás, deseando no terminar como la otra chica: enamorado, sin trabajo y hundido en las drogas.

Las advertencias se fueron cumpliendo y poco a poco el Jackpot Ferrer se transformó definitivamente en La Quintita de los Moros. Las reglas fueron claras y todos estuvieron de acuerdo: se vende y se consume del lado de afuera. Aunque no siempre las cumplen, claro. Tengo que estar atento.

Mustafá sigue siendo el que más me obedece. Físicamente es bien parecido (a los demás marroquíes), pero su conducta es diferente. Nunca discute como los otros, y por eso la Pandilla Mohamed lo considera un referente: El Mediador.
No se si será por su trabajo o porque tiene miedo a las pesadillas, pero Mustafá nunca duerme. Lo veo cuando llego y lo veo cuando me voy. En el medio él va y vuelve. En general hasta la puerta de entrada, donde se pactan las transacciones. Según me contó, hasta el próximo abril debe ser cauto: desde que le partió una botella en la cabeza a un borracho tiene bien presente el año de prisión que lo espera si se manda alguna. Quizás por eso sea tan manso, tranquilo y apacible. Siempre que hay un problema recurro a él, y Mustafá me da la razón, me entiende, los calma. Ojalá fueran todos como él.

Una vez le pregunté quién era su verdadero amigo entre los miembros de La Quintita de los Moros, y me respondió que Jaime. Me cayó bien su respuesta, porque ya sospechaba yo que Jaime era buen tipo. Siempre se lo ve alegre, con la musculosa azul y los pelos al viento, como un surfista de puertas adentro. Y se nota que es transparente. Los otros suelen tener cosas que ocultar. A veces sus risas son estratégicas y las palmadas en la espalda vienen cargadas de segundas intenciones. Pero cuando Jaime dice que está cansado yo le creo, porque lo veo en sus ojos. Y cuando le va bien me doy cuenta, porque se acuerda de la propina y le saca charla a los turistas para practicar su italiano.
Jaime dice que siempre tuvo suerte: de la buena con las mujeres y de la mala con el juego. Hace poco perdió mil euros en la ruleta y se hizo una ampolla en la mano con el cigarrillo para no olvidarse.

En parte creo que se muestra tan contento porque para él estas son una especie de vacaciones, mientras que para los otros es la vida misma. Él ya hizo rancho en Italia, donde lo aguarda su enamorada. Debe ser bonita. ¿Ya le conocerá la cara de espanto, esa que le vi la vez que entró al baño con el hombre de camisa negra y barba candado? Aquella noche pensé que iba a quebrantar la ley del bar; por eso fui hasta la puerta y golpeé dos veces.
-No se puede -me dijeron.
Pero por la rendija llegué a ver que Jaime estaba con los pantalones bajos. Entonces supuse que buscaba el escondite de la bolsita blanca y golpeé de vuelta diciendo:
-No se lo qué están haciendo, pero acá eso no está permitido señores.
Entonces el de camisa negra salió y me mostró su insignia con la estrella dorada.
-Policía secreta –me dijo. Y se quedó pensando un momento. Entonces agregó: Bien hecho, joven.
Y ahí fue que le vi la cara a Jaime. La cara de espanto.

Por suerte le sacaron la bolsita y lo dejaron ir con una advertencia; pero esa no fue la única vez que vi al hombre de camisa negra y barba candado. La segunda vez también estaba Jaime, aunque él era un testigo nomás. El culpable era su compañero; el que es alto y flaco, colorado y argelino, de tez blanca y nariz bien larga. El que parece subnormal.

El barrio no es muy grande y yo al argelino lo tenía visto. Su cara se destacaba del resto, a medio camino entre la lástima y la perversión. A pesar de sus limitaciones, el argelino se las arreglaba para no perder su independencia, para ser su propio dueño. Nadie cuidaba de él. Nadie lo criticaba cuando caminaba zigzagueando por las veredas nocturnas después de meterse lo necesario para olvidar lo que veía cuando se miraba en el espejo. Nadie lo regañaba cuando no tomaba las pastillas que le recetaba su psiquiatra y salía a practicar el arrebato con los turistas de sombreros grandes, esposas arrugadas y licuados carísimos.

Esa vez el argelino estaba molestando a los clientes. Se sentaba al lado de alguno y observaba como giraban las frutillas, naranjas y limones. De vez en cuando acercaba su cabeza a centímetros del jugador y hacía comentarios y recomendaciones con el hilo de saliva oscilando sobre sus labios. Daba pena el argelino, pero igual tuve que pedirle que tomara su cerveza en la barra, que dejara perder a los adictos en paz. Era mi trabajo, después de todo.

Él protestó y me dio diez euros para jugar. Entonces le di sus monedas y me senté a su lado para verificar cómo no jugaba, cómo seguía mirando al de al lado.
-Andate –me dijo.
-Yo soy el encargado, puedo estar donde quiera.
Puso una moneda dentro de la máquina tragamonedas y me miró fijo.
-Ahora andate –dijo.
No me fui.

El argelino hizo caso y bebió tres tragos largos de su cerveza en la barra. Después volvió a la carga, caprichoso, balanceándose hacia el salón de juegos. Yo lo mire con cara de mestascargando? y él dio media vuelta y me obsequió el gesto obsceno, agarrándose los testículos colorados.
Entonces me paré a su lado y lo miré decidido.
-Te tenés que ir, no me podés tratar así –le dije.
Pero se lo dije sereno, amable, sin aires de dictador. Por eso no vi venir la trompada en la oreja. Ni siquiera la imaginé, no se me ocurrió la posibilidad. Todos suelen ser tan previsibles y disciplinados en España...

Gracias a Jaime, que se lo llevaba a los empujones, y a mis buenos reflejos, no llegaron a destino ni sus escupitajos ni las botellas vacías que volaron por el aire. De todas maneras inauguré el botón rojo de emergencia que se esconde debajo del mostrador y diez minutos más tarde saludé de vuelta al hombre de camisa negra y barba candado. Nos llevamos bien, pronto seremos camaradas.

Después de eso nada cambió. Los policías van y vienen, los conflictos se suceden y los moros siguen aquí, jugando al pool. Ya son parte del decorado, meros objetos del local como el microondas o la botella de Martini. Son demasiados para describirlos a todos y no hay tiempo para el detalle; pero están. No se irán nunca.

Ni el francés, con sus cejas paranoicas, que trama todo el tiempo algo que no se. Ni Abdul, con su alegre juventud. Ni el Capitán Bobaraj, con esa extraña habilidad para la bola ocho. Ni Mohamed, ni Moja, ni el otro Mohamed, ni Iazzi. Tampoco hay espacio para los traficantes rumanos. Y es entendible: ellos paran en otro lado. Solo me visitan cuando no hay moros en la costa. Y ya se sabe que eso no pasa casi nunca, porque ellos siempre están acá mismo, en la Quintita de los Moros.

domingo, 9 de febrero de 2014

UNA FABULA DE FÁBULA

Era un dictador como cualquier otro; aunque él quería ser un poco más (como todos los demás). De momento había jugado bien sus cartas, demostrando potencia y potencial y disimulando errores sin excederse en la cantidad de charcos de sangre en la plaza pública. Todavía no había apostado en grande, es cierto, pero tenía tiempo. ¿Cuánto? Eso dependía del hambre de poder, propio y ajeno.

Una noche soñó que se moría, con tanto realismo que creyó despertar muerto. Se levantó de un salto, fue hasta el baño y suspiró al comprobar que su espejo todavía le hacía caso en cada movimiento. Luego llamó a uno de sus criados que juró verlo vivo o, en caso contrario, aseguró que era un muerto muy despierto.
Esa mañana decidió que quería vivir para siempre.

Durante semanas analizó varias opciones para lograrlo.
Descartó la posibilidad de consagrarse como el imperio más grande del mundo, porque sabía por experiencia que tarde o temprano todos los imperios terminaban cayendo. Construir una muralla infinita, inaugurar el primer puente submarino, lograr una cruza de hipopótamo con rinoceronte que resultara mascotable, gobernar el reino de las mujeres de tres tetas… ¿Qué milagro le daría a la eternidad?
La idea que más le entusiasmaba era secuestrar las estrellas para que el único cielo que las mostrara fuera el suyo; pero las cabezas de diez científicos magníficos rodando por el suelo lo convencieron de que, por más que lo intentara, la tecnología actual simplemente tenía sus límites.

Llegó un día que se hizo noche, y esa noche el dictador soñó con mucha gente linda. Por todas partes. En su sueño salió a caminar por su reino a saludar a gente bien y de la otra, y por primera vez pudo estrechar todas las manos sin necesidad de disimular el asco. Los pordioseros eran caballeros, las prostitutas estaban baratas y pitucas, ya no se veían mamarrachos (ni siquiera los borrachos, que caminaban derechos y bien machos). Había maleantes elegantes y mendigos distinguidos, leprosos preciosos, minas divinas; hasta el verdulero tenía los dientes enteros y las mujeres pobres y fuleras de las afueras ya no eran tan feas.
Fue un reino perfecto, profético.
Se despertó contento y resuelto a hacerlo realidad.

Un mes después, su sueño era ley. Desde ese día en adelante, todos los recién nacidos serían juzgados. Los padres de bebés bien feos deberían pagar impuestos horrendos, mientras que los padres de bebotes lindos recibirían preciosos incentivos. Así, el país del gran dictador quedaría marcado en el mapa como la Capital Mundial de la Gente Hermosa.

El truco, como casi siempre, era burocrático. Para obtener los documentos en regla cada recién nacido debía recibir el sello correspondiente en el Juzgado de Belleza. Allí, los Catadores Bisexuales de la Belleza Humana –hombres capacitados para separar a la gente fea de la otra- certificaban con su firma que eso de que sobre gustos no había nada escrito era una tremenda mentira.

El trámite era sencillo: primero los padres daban un paso al frente para ser observados con lupa y diversas luces (ya que hay gente que es bonita o desagradable según la iluminación). Enseguida los bebés eran alzados y, por si acaso, analizados en versiones con diversas expresiones: tristes, taciturnos y contentos. Estas distintas facetas eran logradas gracias a las gracias, o morisquetas, no de los Catadores sino de sus asistentas.
A decir verdad, todo ese acto era nada más que para disimular, porque en ese tipo de trámites es sabido que la primera impresión es la que cuenta. Es cierto que el amor puede llegar tanto de un vistazo como con el tiempo, pero la atracción física siempre es a primera vista.
Finalmente, el pago o cobro definitivo se realizaba al momento de tramitar el documento, mostrando el sello correspondiente.

Así es que, con el tiempo, la gente fea –en general pobres con grandes dificultades para pagar el impuesto horrendo- desistió de tener más de un hijo. Los lindos, por el contrario, solían tener más de tres. La combinación de padre-lindo con madre-fea (o viceversa) significaba un pago de la mitad de impuesto sin ningún incentivo, por lo que a la hora de elegir pareja, la belleza era una condición imprescindible para que los padres estrictos aprobaran el matrimonio.

Muchos feos arriesgados prefirieron mantener a sus hijos como indocumentados, aunque fueron los menos. El documento era un papel necesario, y si un ciudadano no lo tenía era llevado inmediatamente a la frontera con sus efectos personales para ser expulsado del reino. En la aduana, otros Catadores Bisexuales de la Belleza Humana tenían la orden de negar el ingreso a cualquier persona –turista o ciudadano- desagradable a los ojos.

Existieron feos que se dedicaron a la falsificación de documentos, por supuesto. El dictador los venció instalando documentos con hologramas (más difíciles de falsificar). Por otra parte las personas horribles eran fácilmente identificables en la calle, por lo que sus documentos eran analizados ferozmente con máquinas avanzadas para comprobar su legitimidad.

La impotencia por no alcanzar el nivel requerido de estética, impulsó a la aparición de la primera Organización Nacional de Feos (O.N.F), con el objeto de sacudir al sistema y protestar en voz alta. Sin embargo, el emprendimiento no contó con suficientes adeptos ya que muchos se negaban a aceptar públicamente su condición.
Lo cierto es que en una dictadura no tiene sentido quejarse: o se hace la revolución o se calla la boca. Y el dictador todavía no había cosechado suficientes odios como para arriesgar su cuello. Esta era su gran apuesta, a todo o nada. Y, al parecer, estaba funcionando.

Los años pasaron. Y con ellos, los feos fueron aceptando su derrota. Algunos decidieron exiliarse, y muchos otros se conformaron con matar su apellido praticando el placer con las alternativas que ofrece el sexo sin consecuencias (las posiciones no se detallan por ser demasiado burdas para una fábula, pero que las hay las hay).
La población fue cada vez más linda de ver, y la gente estaba contenta por eso. Por otra parte, el turismo en el reino se convirtió en un gran negocio, ya que todo el mundo quería rodearse de hermosura.

Finalmente llegó un día en que el dictador, satisfecho por su logro, se dejó morir. Había creado un lugar de personas rubias, altas y de ojos celestes que tuvo la astucia de llamar Hermosuralandia.
En su entierro, todo su reino lo despidió vitoreándolo con fuegos artificiales. Luego aprovecharon que estaban reunidos para acordar que el nombre era horrendo, paradójicamente, y en votación a mano alzada resolvieron cambiarlo por Suecia.

El tiempo pasó, una vez más, y la belleza se hizo costumbre. Ya nadie sorprendía a nadie. La monotonía visual hizo de Suecia uno de los países con más alta tasa de suicidios del planeta.
Hasta que un día como cualquier otro los Catadores Bisexuales se declararon en huelga definitiva suicidándose en masa. Entonces las aduanas se abrieron para siempre y, de ahí en más, cada latino, moreno o morocho con algo de carisma que pisa el país, deviene en sex symbol.

Muchos turistas ignoran el potencial de su atractivo exótico, pero los más despiertos saben que esto es cierto; como saben que lo que más atrae, lo que más se teme y lo que más se odia, es lo diferente.
Así es que, inteligentes, los latinos valientes que están al tanto, compran pasaje, hacen el viaje, desfilan sus rasgos y se traen del brazo a una modelo sueca -pituca aunque un poco seca-, para pasear a ella y su belleza por la calle, para que la gente decente se vuelva para verlos, queriendo envolverlos y volver a verlos en los diarios, donde periodistas amarillistas tienen la necesidad de escribirlos y describirlos, logrando que por esto se sientan más apuestos, por supuesto, y por sus puestos en el gobierno -que han ganado gracias a esa confianza-, les alcanza para seguir en alza, y sin pausa, decretar que se encuentran en la cresta de una ola, a la que han llegado por la sola, única razón, de haber confiado en sí mismos, y que todos deberían hacer lo mismo; esto mismo: simplismo sin caretaje, ser personas y no personajes, porque en esta vida la persona más atractiva, la que más fuerte pisa, es la que va de frente, creyendo en sí misma con total seguridad. Y esa es la verdad.

jueves, 14 de marzo de 2013

BLADE RUNNER

Tengo ganas de ver de nuevo esta película, después de leer la novela que la originó: ¿Sueñan los andorides con ovejas eléctricas? Hace tiempo quería leer algo de Philp K. Dick, porque muchas de las películas basadas en sus cuentos me gustaron: A Scanner Darkly, El vengador del futuro, Minority Report.

De lectura fácil y ágil, el libro está lleno de ideas novedosas que pasan de largo porque, ansioso por saber cómo sigue la historia, uno las asume como parte de ese mundo que el escritor supo inventar. Pero algunas oraciones aisladas de lo subrayado queda en claro el alto delirio e inventiva del autor.

1.
Tenemos que ahorrar para poder comprarnos una oveja de verdad que sustituya a la falsa eléctrica que tenemos en la azotea. Para eso llevo todos estos años esforzándome.

2.
-Estaba en una estado de ánimo 382, acababa de marcarlo.
-Marca el 888: el deseo de mirar televisión sin importar lo que pase alrededor.

3.
La fuerte fragancia de la felicidad emanaba aún de él, la sensación de ser, por primera vez en su torpe vida, útil.

4.
Digamos que ponemos el avestruz en un contrato de treinta meses a un interés muy bajo, del seis por ciento al mes.

5.
Se manifestó de nuevo cierto odio hacia su oveja eléctrica, a la que tenía que cuidar y de la que se ocupaba como si estuviera viva. "La tiranía de un objeto -pensó-.No sabe ni que existo". Como los androides carecía de la habilidad de apreciar la existencia de otro.

6.
Los falsos empiezan a parecerse demasiado a los verdaderos. ¿Qué me dice de esos circuitos que incluyen en los nuevos para que finjan enfermedades?

7.
La mayoría de los androides que conozco tienen mayor vitalidad y deseo de vivir que mi esposa.

8.
Lo que pasa con los conejos, señor, es que todo el mundo tiene uno. Me gustaría que ascendiera a la categoría de las cabras, un lugar al que creo que pertenece.

9.
Es la condición esencial de la vida verse requerido a traicionar la propia identidad. Es la maldición de la obra, la maldición que se alimenta de toda la vida. Hasta en el último rincón del universo.

10.
Me gustaría encargar kilo y medio de moscas artificiales que sean capaces de zumbar y volar de verdad, por favor.