jueves, 29 de mayo de 2014

MOROS EN LA COSTA

El que inventó la frase no hay moros en la costa estaba muy equivocado. Hay una gran cantidad de moros en la costa. Yo los ví, están por todos lados.

Desde hace un tiempo los moros invadieron el Jackpot Ferrer; y con ellos llegaron los desafíos de pool, las cervecitas de más, un olor agrio de transpiración, esos viajes al baño para despertarse los ojos y el barullo de la letra jota.

En un principio me alteraban, me ponían los nervios de punta, pero ya me acostumbré. Las reglas están implícitas y ellos ya se vigilan solos. Tampoco son mala gente. A veces dejan la impresión de ser tan sólo jóvenes divirtiéndose, buscando ganarse la vida fácil. Algunos exageran y se condenan, pero no todos son tan tontos. Viven al filo, pero tienen el filo bien estudiado. Conocen el gusto de las rejas y del demasiado, y juegan a eludirlo.

-Si vienen los moros les partes unos costillos y ya no te van a molestar. Tienes que ser el rey –me había advertido Stefan en mi primera noche en el bar.

El problema fue que Mustafá, el primero en llegar, parecía inofensivo. Era flaquito, moreno y con rulos, como casi todos los marroquíes. Entró pidiendo permiso, tímido, caminando con prudencia hasta la barra.
-Un café, por favor –dijo con voz débil y amable.
Si lo agarraba por sorpresa con la escoba tenía muchas chances de partirle una costilla. Eso hubiera marcado un ejemplo para los demás, Stefan hubiera estado orgulloso. Pero el hombre me combatió con respeto, buenos modales y cara de buena gente. Se quedó sentadito en la barra. Calmo, en silencio, sin molestar a nadie. Si tan solo escupía a algún cliente o al menos comentaba que el café estaba frío me habría dado el pie para iniciar el ataque. Pero Mustafá no me regaló ni una excusa, el muy desconsiderado.

El jefe también me había advertido de los marroquíes:
-Tuve que echar a la chica que trabajaba antes que tú porque los moros le ganaron la confianza, ¿sabes? Ella los dejó entrar y después estaban todo el día aquí, jugando al billar, vendiendo drogas. Esa chica se lió con uno de esos moros y terminó convirtiendo al bar en una casa de putas. Por eso tú tienes que echarlos a la calle. A tomar por culo, ¿entendido?
-Seguro, no hay problema, no se preocupe.

Sn embargo, ahora no era tan sencillo el asunto. Si Mustafá no me daba una buena justificación para romperle las costillas no tenía otra opción más que pedirle amablemente que se retirara. ¿Cómo iba a hacer para explicarle tal cosa?
-Es que sos marroquí, entendeme, el jefe me mandó a discriminar por encargo.

Eso sí que no. Si iba a convertirme en un racista al menos tenía que ser por mis propias razones. Prefería partirle la escoba en el pecho, sería menos insultante. Por eso nunca llegué a ser el rey.
Le serví otro café a Mustafá, le agradecí la propina y lo dejé ir nomás, deseando no terminar como la otra chica: enamorado, sin trabajo y hundido en las drogas.

Las advertencias se fueron cumpliendo y poco a poco el Jackpot Ferrer se transformó definitivamente en La Quintita de los Moros. Las reglas fueron claras y todos estuvieron de acuerdo: se vende y se consume del lado de afuera. Aunque no siempre las cumplen, claro. Tengo que estar atento.

Mustafá sigue siendo el que más me obedece. Físicamente es bien parecido (a los demás marroquíes), pero su conducta es diferente. Nunca discute como los otros, y por eso la Pandilla Mohamed lo considera un referente: El Mediador.
No se si será por su trabajo o porque tiene miedo a las pesadillas, pero Mustafá nunca duerme. Lo veo cuando llego y lo veo cuando me voy. En el medio él va y vuelve. En general hasta la puerta de entrada, donde se pactan las transacciones. Según me contó, hasta el próximo abril debe ser cauto: desde que le partió una botella en la cabeza a un borracho tiene bien presente el año de prisión que lo espera si se manda alguna. Quizás por eso sea tan manso, tranquilo y apacible. Siempre que hay un problema recurro a él, y Mustafá me da la razón, me entiende, los calma. Ojalá fueran todos como él.

Una vez le pregunté quién era su verdadero amigo entre los miembros de La Quintita de los Moros, y me respondió que Jaime. Me cayó bien su respuesta, porque ya sospechaba yo que Jaime era buen tipo. Siempre se lo ve alegre, con la musculosa azul y los pelos al viento, como un surfista de puertas adentro. Y se nota que es transparente. Los otros suelen tener cosas que ocultar. A veces sus risas son estratégicas y las palmadas en la espalda vienen cargadas de segundas intenciones. Pero cuando Jaime dice que está cansado yo le creo, porque lo veo en sus ojos. Y cuando le va bien me doy cuenta, porque se acuerda de la propina y le saca charla a los turistas para practicar su italiano.
Jaime dice que siempre tuvo suerte: de la buena con las mujeres y de la mala con el juego. Hace poco perdió mil euros en la ruleta y se hizo una ampolla en la mano con el cigarrillo para no olvidarse.

En parte creo que se muestra tan contento porque para él estas son una especie de vacaciones, mientras que para los otros es la vida misma. Él ya hizo rancho en Italia, donde lo aguarda su enamorada. Debe ser bonita. ¿Ya le conocerá la cara de espanto, esa que le vi la vez que entró al baño con el hombre de camisa negra y barba candado? Aquella noche pensé que iba a quebrantar la ley del bar; por eso fui hasta la puerta y golpeé dos veces.
-No se puede -me dijeron.
Pero por la rendija llegué a ver que Jaime estaba con los pantalones bajos. Entonces supuse que buscaba el escondite de la bolsita blanca y golpeé de vuelta diciendo:
-No se lo qué están haciendo, pero acá eso no está permitido señores.
Entonces el de camisa negra salió y me mostró su insignia con la estrella dorada.
-Policía secreta –me dijo. Y se quedó pensando un momento. Entonces agregó: Bien hecho, joven.
Y ahí fue que le vi la cara a Jaime. La cara de espanto.

Por suerte le sacaron la bolsita y lo dejaron ir con una advertencia; pero esa no fue la única vez que vi al hombre de camisa negra y barba candado. La segunda vez también estaba Jaime, aunque él era un testigo nomás. El culpable era su compañero; el que es alto y flaco, colorado y argelino, de tez blanca y nariz bien larga. El que parece subnormal.

El barrio no es muy grande y yo al argelino lo tenía visto. Su cara se destacaba del resto, a medio camino entre la lástima y la perversión. A pesar de sus limitaciones, el argelino se las arreglaba para no perder su independencia, para ser su propio dueño. Nadie cuidaba de él. Nadie lo criticaba cuando caminaba zigzagueando por las veredas nocturnas después de meterse lo necesario para olvidar lo que veía cuando se miraba en el espejo. Nadie lo regañaba cuando no tomaba las pastillas que le recetaba su psiquiatra y salía a practicar el arrebato con los turistas de sombreros grandes, esposas arrugadas y licuados carísimos.

Esa vez el argelino estaba molestando a los clientes. Se sentaba al lado de alguno y observaba como giraban las frutillas, naranjas y limones. De vez en cuando acercaba su cabeza a centímetros del jugador y hacía comentarios y recomendaciones con el hilo de saliva oscilando sobre sus labios. Daba pena el argelino, pero igual tuve que pedirle que tomara su cerveza en la barra, que dejara perder a los adictos en paz. Era mi trabajo, después de todo.

Él protestó y me dio diez euros para jugar. Entonces le di sus monedas y me senté a su lado para verificar cómo no jugaba, cómo seguía mirando al de al lado.
-Andate –me dijo.
-Yo soy el encargado, puedo estar donde quiera.
Puso una moneda dentro de la máquina tragamonedas y me miró fijo.
-Ahora andate –dijo.
No me fui.

El argelino hizo caso y bebió tres tragos largos de su cerveza en la barra. Después volvió a la carga, caprichoso, balanceándose hacia el salón de juegos. Yo lo mire con cara de mestascargando? y él dio media vuelta y me obsequió el gesto obsceno, agarrándose los testículos colorados.
Entonces me paré a su lado y lo miré decidido.
-Te tenés que ir, no me podés tratar así –le dije.
Pero se lo dije sereno, amable, sin aires de dictador. Por eso no vi venir la trompada en la oreja. Ni siquiera la imaginé, no se me ocurrió la posibilidad. Todos suelen ser tan previsibles y disciplinados en España...

Gracias a Jaime, que se lo llevaba a los empujones, y a mis buenos reflejos, no llegaron a destino ni sus escupitajos ni las botellas vacías que volaron por el aire. De todas maneras inauguré el botón rojo de emergencia que se esconde debajo del mostrador y diez minutos más tarde saludé de vuelta al hombre de camisa negra y barba candado. Nos llevamos bien, pronto seremos camaradas.

Después de eso nada cambió. Los policías van y vienen, los conflictos se suceden y los moros siguen aquí, jugando al pool. Ya son parte del decorado, meros objetos del local como el microondas o la botella de Martini. Son demasiados para describirlos a todos y no hay tiempo para el detalle; pero están. No se irán nunca.

Ni el francés, con sus cejas paranoicas, que trama todo el tiempo algo que no se. Ni Abdul, con su alegre juventud. Ni el Capitán Bobaraj, con esa extraña habilidad para la bola ocho. Ni Mohamed, ni Moja, ni el otro Mohamed, ni Iazzi. Tampoco hay espacio para los traficantes rumanos. Y es entendible: ellos paran en otro lado. Solo me visitan cuando no hay moros en la costa. Y ya se sabe que eso no pasa casi nunca, porque ellos siempre están acá mismo, en la Quintita de los Moros.