viernes, 20 de marzo de 2009

STEFAN

Durante una semana desparramé casi cincuenta currículums por todo Ibiza y tuve mi recompensa: desde esta misma noche soy el encargado absoluto del Jackpot Ferrer, un local amplio, con piso de mármol y aire acondicionado.
El horario es de seis y media de la tarde a cuatro de la mañana De lunes a lunes. Estoy muy entusiasmado: nunca antes me habían explotado.

Dentro del lugar conviven treinta y cuatro máquinas tragamonedas, una mesa de billar, dos pinballs, varios jugadores compulsivos, algunos chinos y una barra llena de alcohol, gaseosas, un rumano y yo: Gerardo Koff.
El rumano se llama Stefan, y parece un patovica de una bailanta argentina.

-Pasé tres largos temporados detrás de esta barra–dijo, mientras me enseñaba a usar la máquina de café-. Tres años enteros, ¿sabes? Después de tanto tiempo encerrado uno extraña la naturaleza. Necesito aire libre. Árboles, montaños, bosques, ¿entiendes? Y también algo de acción. Ya tengo treinta y dos años, y estoy hasta los cojones de esta monotonía.

Según me explicó Stefan, mi principal responsabilidad consistirá en recibir los billetes de los adictos al juego, abrir un cajón y canjearlos por alimento para las máquinas. Ellas luego se encargarán de pagarme el sueldo y dejar una buena ganancia para el dueño. Atrapándolos, enganchándolos, absorbiéndolos de a poco. Hasta dejarlos secos.

También tendré que psicoanalizar a los solitarios, impedir la sobriedad de los borrachos, compadecerme de los clientes crónicos, vigilar a los sospechosos, soportar los olores fuertes de ciertos habitués y sonreír; siempre que se pueda.
Y tener cuidado.

-Si vienen los moros tienes que ser el rey –aconsejó Stefan con sabiduría-. ¿Está claro chico? El rey. Los moros van a querer traficar cocaína y hachís aquí dentro. Siempre que hay un trabajador nuevo en el local lo intentan: piden una cerveza y se sientan un largo rato. Quizás juegan al billar o al pinball. Parecen inofensivos, pero enseguida se apropian del lugar, llenan la barra de sucios marroquíes y ya no podrás sacarlos. Por eso es importante echarlos desde un principio. No hay que darles la chance de nada. Tienen que saber que tú eres el rey aquí dentro. El rey, ¿entiendes? Tú te vas, les dices. ¿Por qué? Porque yo quiero, porque yo lo digo. Y si te hacen problemas les pegas unos palizos y ya no te van a molestar.

Stefan me miraba como si me estuviera hablando en rumano. Intenté hacerle saber saber con mis expresiones que entendía español, pero la cara no me funcionaba del todo bien. Mis expresiones estaban paralizadas en una sola: ojos bien abiertos, boca cerrada, quietito, inmóvil, gritando por dentro. Hasta que por fin salí del tilt y pude reaccionar.

-Seguro –dije. Y enseguida agregué:
-¿Qué?

Para él era fácil decirlo. Medía 1,85 y sus brazos tenían el grosor de mis piernas.
-Yo a uno le rompí un par de costillos y ya no me fastidiaron, me dejaron tranquilo.
-Costillas –corregí.
-Eso mismo, tú me entiendes. Unos buenos golpes en los costillos y ya. No pasa nada. Por si acaso guardas este cuchillo debajo del mostrador, así lo tienes a mano.
-¿Qué? –repetí.

Justo a mí, que fui elegido mejor compañero en quinto grado de primaria; justo a mí me tocaba ser violento y despiadado.
-Las noches en general son tranquilos, pero a veces surgen problemas y tienes que estar preparado. Si algún borracho se desmaya haz lo que yo hago: lo arrastras fuera del local; y si alguien pregunta dices que cayó ahí. Una vez que esté tirado afuera el problema es de otro, ¿entiendes chico? No es conveniente para el negocio que se muera alguien adentro.

En eso tenía razón. Yo pensaba lo mismo.

...

Una vez aprendido lo imprescindible pudimos relajarnos.
La noche se hacía lenta en el Jackpot Ferrer. Los jugadores eran pocos y casi invisibles. Se ocupaban de lo suyo en silencio. Miraban a las tragamonedas sin pestañar, como hipnotizados por las luces de colores y los interminables ruidos de las máquinas. Ni siquiera nos molestaban cuando perdían: ya debían estar acostumbrados.

En la barra solo atendimos a los chinos que pedían el canal porno en la televisión, las putas africanas que entraron a pedir un vaso de agua y los otros chinos que llegaron detrás de ellas para preguntarles si les hacían precio por toda la noche. Faltaban todavía seis horas para cerrar, y por el momento no había señales de borrachos ni de moros. Stefan los debía tener bien controlados.

-Qué tal es Rumania –le pregunté.
-Qué me importa Rumania. Ya quedó atrás, no tiene nada para darme –contestó él, seco.

Stefan aparentaba ser un hombre amable y respetuoso. Capaz de matarme con sólo apretar mi cuello, es cierto; pero lo más probable era que no lo hiciera. No esta noche. Sólo tenía que conversar, entrar en confianza con él.

-¿Vos viviste en el comunismo? ¿Qué tal, está bueno?
-Hay trabajo y todos comparten. Algunas cosas son buenas. ¿Para qué vas a dejar que asesinos y violadores vivan en la cárcel y gasten la plata de tu gobierno? Los matas, los escondes y ya. No pasa nada. Así es la justicia en el comunismo, como debe ser. Pero ahora con la democracia la cosa está peor por culpa de las mafias. Todos entran y salen de prisión, como si fuera un centro comercial.

La charla no fue lo que esperaba, pero sirvió para romper el hielo. Por alguna extraña razón a Stefan le caí simpático. Me trataba como su protegido. Parecía el padre que daba consejos a su hijo antes del primer día de clases.
También me llamó la atención su obsesión con la limpieza. Era meticuloso al detalle con sus dos fetiches: el trapo de limpiar y el de secar. Los desenfundaba como un tick nervioso, con rapidez de duelo. Hablamos de gustos y dijo ser fanático de los documentales del Discovery Channel, de los dibujos animados de Tom y Jerry y de tres cosas indispensables: chicas, coches y armas.
Después abrió su teléfono celular para mostrarme algunas fotos. Las primeras imágenes que aparecieron en la pantalla del teléfono fueron de tres pibas en pelotas.

-Son mis ex novias, chico –admitió-. ¿Cómo era tu nombre?
-Gerardo.
-Fíjate qué piernas Gerardo. ¿Has tenido piernas como estas?
-Sí, alguna vez –mentí.
-Eso no lo creo, no es fácil encontrar piernas tan finas. Fíjate que guapas, chico. Las tres eran putas, y trabajaban para mí. La de pelo castaño era la mejor: Tanya. Tenía un toque suave y delicado, pero a la vez soportaba la más feroz de las embestidas. Muchas veces la mordía por todo el cuerpo y la lastimaba, pero ella nunca se quejó. Tenía dieciséis años, trabajaba muy bien. Buena chica.

Stefan gritó de pronto para llamar la atención de una rubia pulposa que ingresaba con dudas al umbral del Jackpot. Salió de la barra y caminó hacia ella, con el trapo en la mano. Golpeó a los pinballs de pasada para hacer ruido mientras le sacaba la lengua en un simpático gesto obsceno. Ella no dijo nada. Él le habló en rumano al oído, le dio una palmadita en la nalga e intentó aferrarse a uno de sus pechos. Ella no protestó, se dio vuelta y siguió su camino.
Stefan regresó contento, se detuvo para pasar el trapo por el vidrio de los pinballs y arqueó las cejas cuando llegó a la barra, triunfante y juguetón.

-¿La conocías?
-No, pero estaba de puta madre.
Ojalá yo tuviera tal naturalidad para aproximarme a las mujeres.
Aunque, pensándolo mejor…

...

Pasada la una de la mañana crucé el salón para ir al baño. Dos chinos discutían mientras jugaban juntos en una máquina. Uno golpeó a la tragaperra de costado y el otro puso la frente contra la máquina, como si quisiera ver a través de los limones y naranjas. ¿Estarían haciendo trampa? Por ser mi primer día no les dije nada y seguí mi camino.

Cuando volví a la barra, Stefan estaba lustrando la máquina de café con su trapo fetiche. Le pregunté qué pensaba hacer ahora que renunciaba. Entonces me confesó su sueño: quería asociarse con un chino de mucho dinero y poner un local de comida rápida con prostitutas. Él mismo se calzaría el delantal para cocinar hamburguesas, panchos y diversas tapas que vendrían con cerveza gratis y una puta de compañía.
Era un proyecto original, había que admitirlo.

-Las chicas llevan los pedidos a las mesas. Se sientan con los clientes, les dan charla, los ponen cachondos. Si ellos se las quieren llevar deben pagar cincuenta euros, pero si la Policía pregunta algo ellas están atendiendo. Nada más simple. Qué hay de malo en eso, chico. ¿Cómo era tu nombre?
-Gerardo –repetí.
-Qué hay de malo en eso, Gerardo.
Sus palabras no tenían mucho sentido, pero de alguna manera me convenció. O quizás era el hecho de que tenía miedo de contradecirlo.

Stefan limpió el mostrador una vez más y se puso a lavar las copas sucias mientras yo reacomodaba las gaseosas en la heladera. Las máquinas seguían con su barullo, no se callaban nunca. Cuando terminé con la última botella le pregunté dónde pensaba conseguir a las chicas para su novedoso local.
-Tengo un amigo al que puedo llamar y me vende dos rumanas, las que yo elija. Me las envía desde allá y son mías, de mi propiedad. En Rumania uno puede comprar lo que sea, incluso críos.
Perfecto. Si a los cuarenta años todavía no encontré de quién enamorarme al menos ya se dónde conseguirme los hijos.
Siempre tuve más ganas de tener hijos que de tener esposa.

Para cambiar de tema chusmeé de nuevo las fotos de su celular. Tanya estaba buena. Era flaquita, casi una nena, con sus piernas largas bien abiertas sobre el capot de un auto rojo. Las otras eran algo más viejas y un poco gordas, pero tenían tetas interesantes. Se notaba que las fotos no eran bajadas de internet.
Después de ver la tercer entrepierna de Tanya, llegué a la colección preciada de rifles, escopetas y ametralladoras.

-Esa es muy difícil de conseguir –aclaró Stefan, orgulloso-. Es modelo especial de francotiradores.
-¿Cómo sabés?
-Yo en Rumania era parte de una división especial de la Policía Militar. Nos encargábamos de operativos secretos, como emboscados para eliminar a espías y mafiosos. Era un trabajo peligroso, ¿sabes? Por eso debíamos pasar de incógnito. Usábamos máscaras que nos cubrían la cara y cambiábamos de compañeros cada dos semanas, para que nadie supiera demasiado.
-Debe ser lindo conocer gente nueva todo el tiempo –acoté, por decir algo.
-Las cosas cambiaron –siguió él. Ahora ya no hay comunismo, por eso hay que tener más cuidado. Cuando atrapas a un mafioso es mejor liquidarlo en el momento. No debes dudar, ¿sabes? Porque ellos tienen contactos y pueden salir de prisión a los cinco minutos de meterlos.
-Es una lástima -siguió-, porque allá las cárceles no son como las de acá. Allá hay que aguantar dos días sin comida ni bebida, trabajando a los golpes. Y a los que no hablan se les tortura. A algunos se les corta la polla y los dedos, o se les saca las uñas. Y a otros se les pone una bolsa en la cabeza y se les asfixia hasta la muerte.
-En Argentina se usaba la electricidad –dije, feliz de poder aportar un dato. ¿Vos presenciabas las torturas?
-A veces.
-Y cómo lo soportabas. ¿No te afectaba ver el dolor tan de cerca?
-Es como todo. Te acostumbras.

Stefan salió de la barra, agarró la escoba y se puso a barrer la gran cantidad de colillas que quedaban entre las máquinas, esos restos del nerviosismo. Yo me preparé un café y recordé a Darío Jalikuleki, el compañerito de primer grado al que corrían para pegarle en los recreos porque era negro y bastante feo.
Yo en pocas ocasiones participaba del ritual, pero tampoco lo defendía de los otros, mis amigos. A veces tan solo miraba como lo perseguían por el patio cuando sonaba la campana y me acercaba para ver de cerca la montonera o el puente chino.
Quizás Stefan tenga razón, con algo de tiempo uno puede acostumbrarse a lo que sea.

Los chinos terminaron sus cubatas y se fueron sin dejar propina. Aproveché para cambiar el canal porno que me incomodaba y puse algo de música, así tapaba los sonidos de las tragamonedas. Stefan lustró el mostrador por quincuagésima vez. Yo lo observé, analizándolo. El hombre había pasado sin escalas de los borceguíes de cuero a las chancletas playeras. Y ahora me sonreía.

-Cómo fue que dejaste todo para venirte a Ibiza –le pregunté.
-Hubo un incidente –dijo y se quedó callado, como anunciando el fin de la respuesta. Pero luego siguió:
-En un operativo un mafioso le voló los sesos a mi compañero enfrente de mí. Yo lo inmovilicé de inmediato, pero en la maniobra se me corrió la máscara y él llegó a verme la cara. Me escupió en los ojos y me amenazó de muerte. ¿Lo puedes creer? Acababa de matar a mi compañero y me escupía, el muy cabrón. Lo maté, sin dudarlo. Pero al parecer él era Alguien. Alguien importante. Por eso me reubicaron, sin decirle a nadie de mi paradero. Estuve en Afganistán y en la Legión Extranjera, pero no era lo mismo. Hasta que me cansé del desierto y me vine para aquí.
Iba a contarle de la vez que corrí de los gases lacrimógenos en la cancha de River, un partido fácil contra Ferro, pero no dije nada.

...

El reloj ya marcaba las tres de la mañana. El último jugador caminó despacio hasta la puerta y nos saludó con la mirada. Ahora sólo quedábamos Stefan y yo, y las putas de afuera, que se ofrecían a los coches que pasaban por la esquina.

-En mi casa de tengo un campo- contó Stefan. Compré un terreno lejos de la ciudad y construí un cabaño.
-¿Una cabaña?
-Sí, un cabaño. Está a tres días de la civilización, no tiene electricidad ni nada. Ahí voy a vivir cuando me retire, sin nadie que me moleste.

Stefan agarró el banquito que había al lado de la heladera y se sentó por primera vez en la noche. Aún así seguía siendo más alto que yo.
-Una vez encontré un cachorro de lobo casi muerto de frío, allí en mi campo. Lo arropé y lo llevé hasta el cabaño. ¿Alguna vez has visto un lobo, chico? Él fue mi compañero, pero no es como los perros. Él se sienta a tu lado y mira al vacío. Te respeta, pero sólo a veces te permite acariciarlo. Con él salía a cazar.
-¿Te gusta la montaña? -continuó, imparable- A mi me encanta la naturaleza. En el bosque tienes todo lo que necesitas, ¿sabes? Puedes comer frutos y cazar conejos y ciervos... Hay que tener cuidado de los osos porque te huelen desde muy lejos y corren rápido como los caballos. He visto alguno chiquito como mi dedo gordo de lo lejos que estaba. Y se notaba que me olía, porque gruñía, se paraba en dos patas y miraba para todos lados. Ese es su defecto: tienen muy mala vista.
-En Argentina hay mosquitos en verano –dije con cara de póquer-. Hay que tener cuidado porque te chupan la sangre. Y de noche te zumban en el oído y se esconden. Te roban el sueño.
Él asentía como un autómata. Se notaba que nunca me escuchaba. Quizás estaba ansioso por ser su último día de trabajo. Pronto regresaría a la libertad del desocupado; tendría el día entero para planificar su fast food con delivery de putas.

...

A las cuatro en punto cerramos las puertas del Jackpot Ferrer. Stefan estrechó mi mano con fuerza y me deseó buena suerte. Yo lo saludé con la sensación de que ya no nos volveríamos a ver.

Metí las manos en los bolsillos y caminé hacia casa.
-Mañana me toca trabajar solo -pensé-. Si vienen los moros, tengo que ser el rey.

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