viernes, 13 de marzo de 2009

EL PAIS DE NUNCA JAMAS

Entré al décimo bar con una falsa actitud optimista. Sabía que no me iban a contratar: la temporada todavía no empezaba y los tres mozos del lugar estaban sentados charlando.

-Buen día –le dije al encargado-, ¿le puedo pedir un favor?
-Venga, vale, ¿qué es lo que quieres?
-No es mucho, solo quiero que se acuerde de esta cara –dije, señalándome los pelos negros de mi barba de dos semanas-. Yo se que ahora no necesita camareros; me doy cuenta porque el bar está vacío. Pero en julio Ibiza va a estar saturada de turistas y usted va a necesitar más gente. Por eso vine a que memorice mi cara, así se acuerda de mí.
El encargado se rió, dejó de limpiar las copas y me miró con atención.
-Fíjese que confianza inspiran mis cejas –dije, arqueándolas-, y el pelo de buen trabajador que tengo –seguí, peinándome el flequillo-. Preste atención a los ojos, ahí se esconde mi esencia. ¿No ve los ojos de chico bueno y responsable que tengo? Por la barba no se haga ningún problema, es un reflejo del desempleo. Apenas me contrate me la afeito.
El encargado salió de la barra con una sonrisa y se estiró para agarrar uno de mis treinta currículums. No era necesario agregar que había trabajado como periodista en mi experiencia laboral (con los tres restoranes inventados alcanzaba), pero era una cuestión de orgullo.
-Vale, ya tengo tus datos -dijo. Se secó las manos en el delantal y estrechó mi mano-. ¿Tienes papeles?
-No, pero para usted es mejor así: puedo trabajar el doble y me paga la mitad.
-Venga chaval, es que este año está difícil por el tema de las multas, ¿sabes? Te llamaré si necesito a alguien en la cocina, así no trabajas a la vista de todos.
-No se preocupe, siempre fui habilidoso para la escondida. Muchas gracias por todo y le advierto: voy a volver. Hasta que no se sepa mi cara de memoria no paro. Mientras tanto practique con la foto del currículum.

Salí apurado y pude volver a ser Gerardo. Cuando pido trabajo necesito ser otro; inventarme un personaje y su respectivo entusiasmo. Nada más horrible que ofrecer mis servicios de puerta en puerta. Es como pedir monedas para el colectivo o salir a ofrecer tarjetas de descuento de un shopping en una avenida. Los bares del puerto de Ibiza están uno al lado del otro, todos vacíos, y yo nunca tuve alma de vendedor. Siempre preferí proteger mi orgullo ante el rechazo; no poner mi autoestima en juego a menos que fuera estrictamente necesario. Quizás por eso todavía no tenga novia. Los vendedores de perfumes baratos deben tener amantes de a montones.

-Disculpe, ¿lo molesto un segundito?
El gordo bajó el diario que le cubría la cara para analizarme con unos lentes tan gruesos como sus cejas canosas. Esperó sentado con la boca abierta, igual que su camisa, sin decir una palabra. Me acerqué con la mejor sonrisa artificial y le entregué un currículum.
Este es el momento en que hay que ser original, diferenciarse, pensé. Y entré en el personaje.
-Le voy a decir la verdad: no soy camarero.
El tipo siguió con la boca abierta, en silencio. En ningún momento miró el currículum que tenía en la mano.
-No señor, no soy camarero. Soy actor, ¿sabe? En mi próxima película voy a hacer el papel de un argentino que atiende mesas en un bar de Ibiza, y para meterme de lleno en el personaje quería aprender el trabajo. ¿Qué me dice?
El gordo ni se inmutó. Apoyó el currículum en la mesa y levantó el diario para seguir leyendo. Preferí irme sin saludar. Espero que me llame.

Después de otras diez sonrisas artificiales pasé por la Plaza del Parque, un buen lugar para descansar los currículums, disfrutar del sol en plena cara y seguir con el libro de Cortazar. También decir me lo merezco y entrar al restorán más barato para gastar cinco dolorosos euros en una paella o un buen plato de sardinas.

Qué placer tener la panza caliente a las cinco de la tarde. El trabajo del día ya está hecho, no vale la pena seguir rogando para ser lavaplatos. Ahora sí me desplazo con la espalda erguida y esa dulce liviandad de las vacaciones. Cuando termino la recorrida nada me diferencia de los millonarios que estacionan sus yates en el puerto durante toda la temporada. Ellos tendrán un séquito de modelos, motos acuáticas y whisky del bueno, pero su paraíso es el mismo que el mío. Solo que ellos lo deben disfrutar menos, porque ya lo tienen aprendido. Yo todavía puedo ir hasta Cala Comte y sorprenderme al ver en vivo y en directo el paisaje del fondo de pantalla de mi computadora. Muchas veces antes de llegar a esas playas escondidas -pequeñas postales íntimas- necesito frenar para convencerme de que la imagen es real: la arena casi blanca rodeada de montañas rojizas, un mar que intercala verdes con azules profundos, los veleros durmiendo la siesta a metros de la orilla, esos chiringuitos de paja con música chill out…
Parece la nueva versión del País de Nunca Jamás. La gente compra pasaje para ser joven acá mismo. Yo entre ellos. Me sentía joven desde antes, pero ahora quería comprobarlo.

A la noche la escena es otra. Junto a mi amigo Javier, El Pionero, tomo el taxi para no caminar los cinco kilómetros hasta Amnesia, uno de los mejores boliches de Ibiza. Él ya probó todo lo que tenía que probar y volvió al país con grandes anécdotas y una interesante cuenta corriente. Las historias me entusiasmaron tanto como el resumen bancario, por eso este año me toca probar a mí.

En Amnesia la música no se escucha con los oídos: es una experiencia sensorial. Las vibraciones me tiemblan el cuerpo entero, los escalofríos toman turnos para deslizarse por mi columna vertebral y la selva de turistas acompaña con esa imagen de educados envases vacíos balanceándose sin conciencia. Todos gritan, alzan los brazos y saltan solos, cada uno en su rincón, como desvanecidos. Pero igual contagian. La energía se siente en el lugar y yo también grito, salto y alzo los brazos. Hasta que la música se apaga, el silencio me aturde y siento que me robaron una parte del cuerpo. Sin entender miro a la muchedumbre que corea y aplaude hacia el primer piso, donde un hombre con un cañón grita a todo pulmón:
-¿Quieren espumaaa?
-Siiiii –respondemos todos a coro, como niños de jardín de infantes.

Arranca la cuenta regresiva: diez, nueve, vamos que se viene, seis, cinco, preparate, dice Javier, no lo vas a poder creer, dos, uno. Shhhhh. El primer chorro me sorprende por la potencia y la cantidad, pero lo recibo con alegría. El problema empieza cuando llega el momento de respirar: abro la boca apenas y todo ese jabón líquido baja por mi garganta, me atraganta, y nadie me avisó. Llegan las toses, la desesperación, la espuma sigue cayendo y ya no se cómo gritar. Intento aferrarme a alguien pero los manotazos de ahogado rebotan contra espaldas mojadas y un brazo ciego me golpea la mejilla. Contengo la respiración y agacho la cabeza en posición de bicho bolita para ofrecerle la nuca al cañón. Abro los ojos y siento el ardor. El piso está blanco y la espuma no se detiene, ya me llega a las rodillas y sube por mis muslos como una enredadera blanca de habichuelas mágicas. Me soplo las manos con fuerza para sacarme la espuma de los dedos y limpio mis labios, así aspiro la primer bocanada salvadora. Todavía con el chorro directo en la nuca veo como la espuma está a la altura de mi pecho y sigue subiendo. Pienso en mi metro sesenta y me ataca el pánico. Tengo que escapar. Alzo la cabeza un segundo y recibo la catarata en la cara. Más toses, ceguera total y manotazos a cualquier lado para abrirme camino entre los cuerpos resbaladizos, y más gente, y menos oxígeno, y todo ese jabón tóxico, hasta que por fin llega el claro con el aire salvador.

Abro los ojos y veo espuma, espuma, una barra y dos barmans señalándome entre risas. Sigo hasta el baño y encuentro nuevas risas en el camino, hasta que me mojo la cara, miro el espejo y me doy cuenta. Estoy cubierto de blanco, de pies a cabeza. Tengo los ojos rojos y mi pelo parece la peluca de un juez inglés. Soy un oso polar enano con conjuntivitis.

Ya más tranquilo, vuelvo a la pista y entiendo que el truco está en bailar en un rincón donde el chorro no caiga directo. Entonces sí puedo disfrutar sin remera, hacer guerra de espuma, bailar sin verme las piernas, abrazarme con desconocidos. Estamos todos jugando en una gran bañadera musical. Más hombres que mujeres, porque las pocas valientes, ya en ropa interior, tienen que soportar los toqueteos invisibles por debajo de la funda blanca.
-¿Y? –pregunta Javier, radiante -. ¿Qué te pareció?
Amago a responderle y lo ataco con la espuma directo a los ojos, pero él me supera en el forcejeo y aplica el abrazo inmovilizador, apretándome bien fuerte.
-Esto no es nada –me dice al oído-. Imaginate lo que va a ser cuando empiece la temporada.

A las ocho de la mañana, después de abandonar las pompas de jabón en el cuarto de duchas que hay a la salida, caminamos los cinco kilómetros hasta el departamento con el sol clavándose en nuestras espaldas y los jeans empapados. Suena un teléfono. Es el que me prestó Javier. Todavía funciona.
-Hola, ¿con Gerardo? Mira, que ando necesitando gente y mi señora me ha dicho que tú eres un buen chaval, ¿puedes pasarte por el bar en un par de horas?
-Sí, seguro. Muchísimas gracias.
Mi nuevo jefe me pasa los datos y un alivio inmediato. Los jeans siguen mojados, pero ya no pesan tanto. Miro los barcos del puerto, cierro los ojos y siento la brisa en la cara.
Por fin encontré a alguien que me explote.

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