viernes, 24 de abril de 2009

ELLA

La vi entrar a las tres y media de la mañana, como hace un par de días. Esta vez estaba sola. Esa misma remera holgada junto con el pantalón de jogging y sus ojotas gastadas la pintaban como la típica chica de barrio que sale a comprar cigarrillos al kiosco a mitad de la noche. Tenía la cara redondeada, los anteojos chatos de intelectual francesa (o suiza) y los hoyuelos marcados a ambos lados de su sonrisa. Era (Ella). Esta era mi oportunidad de sacarle el paréntesis de una vez por todas.

Sin pensarlo me senté sobre la barra, y desde esa gran altura la observé tomar su cerveza. Faltaba poco para cerrar y, a excepción de nosotros, el Jackpot Ferrer estaba vacío.
-¿Sabías que te escribí? –le dije.
-¿Cosa?
-Perdoná. Hola, cómo va –empecé de vuelta.
-Va bene, y tú.
Era italiana. Qué tonto fui.
-Bien, gracias. Te quería decir nomás que a mi me gusta escribir. Escribo sobre lo que veo, o en base a lo que veo. El resto lo imagino. Y hace un tiempo escribí sobre vos.
No parecía sorprendida. ¿Me estaba entendiendo?
-Y qué cosa escribió –preguntó con su acento tano. Entendía a la perfección.
-Es que cuando llegaste a la isla te veía durmiendo en la calle o pasando el día con los yonkis, y por alguna extraña razón creía que vos no eras así, que no pertenecías. Te veía como una turista holandesa o escandinava, de buena familia, con dinero. Y no comprendía por qué. Por esa curiosidad es que escribí sobre vos. Para imaginar tus razones. Y ahora quiero saber la verdad.

Esperaba una reacción, un enojo, pero lo tomó con total naturalidad. Me contó que escapaba de Italia, que tenía que irse de ahí. Sea como fuera. Era de familia carnicera. Ella misma se encargaba de mancharse de rojo el delantal blanco con un gran cuchillo y algunas vacas.
-Pero a mí me las traen ya muertas –aclaró.

Su amante era una motocicleta de manubrio alto y asiento espacioso, estilo Harley Davidson. El kit de carretera incluía botas tejanas y mochila con carpa para esas súbitas escapadas a Austria (yo sabía que tenía alma de acampante).

Desde su llegada a Ibiza había sufrido dos meses y medio en la puta calle. Tiempos de currículums y no, no, no. Por saber poco español o porque no, sencillamente. La desilusión llega rápido, yo bien lo se, y enseguida las ganas desaparecen, todo se hace más y más difícil. ¿Pero dormir en la playa? ¿Recibir la ayuda de los que piden ayuda? Ella prefería la solidaridad de ellos antes que el dinero de sus padres.
-No quiero preocuparlos, io quiero fare las cosas por mia cuenta -explicó.

Según me contó tenía veintidós años. Había dejado la escuela a los trece porque prefería trabajar. Hoy día, por suerte, ya cortaba ajos en la cocina de un restorán pequeño, cerca del puerto de Ibiza. No le pagaban mucho, pero el sueldo al menos le había alcanzado para reemplazar la vereda por un colchón. Estaba contenta. Vivía en un piso con vista a la playa en Figueretas, el barrio de mi voluntaria esclavitud. Por alguna extraña razón sus logros me enorgullecían.

-¿Puede ser, favore, otra birra o vas a cerrar? –preguntó.
Ya se había tomado tres e iba por la cuarta. Siempre pedía por favor.
-Voy a cerrar, pero te la sirvo –le dije, y todo se dio tan rápido, tan fácil.
Ella: ¿Y puede ser, favore, tres más para llevar? Yo: Sí, no hay problema, adónde vas. Ella: A casa, a tomar unas birras, fumar unos porros, ¿tú fumas? Yo: Seguro, ¿hay alguien que no fume en esta isla? Ella: ¿Vienes entonces? Yo: ¿Me esperás quince minutos que cierro?
Me esperaba, claro que sí, mirando video clips de la MTV. Esta chica era un primor. No me atraía del todo pero ya la quería, y no sabía por qué.

Apagué las luces, prendí la alarma y cerré las puertas. Ya estábamos afuera, caminando hacia la playa con las bolsas de cervezas. Me frené un momento y le extendí la mano.
-Hola –le dije-, me llamo Gerardo.
Ella se rió, me dio un beso en cada cachete y agarró una de las bolsas.
-Io sono Paola.

En el trayecto le conté que ya estaba más tranquilo, que antes no.
-Había un loco en el Jackpot, estuvo tres horas atormentándome –le dije. Tenía la pera redonda y alargada, pelo corto y una musculosa infladísima. Era portugués y gitano, dijo que se llamaba Lolan y hablaba de revólveres y cuchillos, de la gente que casi mató. Estábamos solos en el bar. Él y yo, y nadie más. Y el tipo decía que la televisión lo insultaba, que le daban por culo a él y a todos los obreros desempleados.

Todo eso le dije. Pero no le conté que se limaba las uñas con una navaja y quería venderme su cadenita de oro. Que me llamaba Tito y cantaba flamenco con los ojos brillosos, golpeando las palmas. Que yo podía sentir su furia contenida. Tampoco le conté que siempre fui un cobarde. Siempre.

-El loco se puso a llorar en un momento –le dije-. Y me enteré que la novia lo había dejado, que el encargado de la construcción lo había echado, que estaba en la calle y no tenía nada ni a nadie. Quería matar al encargado de la obra, pero el encargado de la obra no estaba: estaba yo. Me usaba de psiquiatra, y no tenía puesta la camisa de fuerza.

Paola se preocupaba. Y todavía no le había contado lo peor. Cuando tuve los nervios tan de punta que decidí llamar a la Argentina para oír la voz de un amigo, y descolgué el teléfono público de la barra, y actué como si nada pasara. Ahí fue que el portugués olió el miedo, igual que un perro, y empezó a ladrar. Sacó su teléfono celular y, sin marcar ningún número, hizo como que hablaba con alguien, para parodiarme. Mi amigo ya había atendido y yo le relataba en susurros lo que hacía el cliente loco: Hay un gitano acá, ¡no!, no puedo hablar más fuerte, me está escuchando. Entonces el portugués sacó una bolsa de plástico vacía y fingió que la vaciaba sobre la barra, como si fuera cocaína. Enrolló un billete y aspiró la nada con fuerza; después agitó su cabeza echándola hacia atrás, y aspiró con fuerza el aire una vez más. Entonces paró en seco y me miró a los ojos, maniático hijo de puta. Y se reía.

-Te voy a dar una paliza tío. Te voy a dar de hostias hasta que te cagues –me decía.

Y yo temblaba, gritaba en silencio. Del otro lado de la línea mi amigo no entendía nada, y yo tampoco. Corté el teléfono, contuve la respiración y, sin mirarlo, pedí permiso para ir a encerrarme al baño. Por suerte cuando volví ya no estaba. Corrí a cerrar la puerta con llave y me acosté en el suelo durante media hora hasta que conseguí calmarme.

Paola me miró en silencio justo cuando llegamos a la playa.
-Dónde vamos.
-Vos no le tenés miedo a nada, ¿no? –le respondí. Vamos para allá.
-Por qué –dijo extrañada.
-Viniste acá sin dinero, aguantaste todo, te arreglaste sola. ¿A qué le podrías tener miedo ahora?
-Es que no tengo nada que perder -explicó.
-Eso significa que tenés todo por ganar.

Sus ojos me decían algo, pero no sabía qué. Recordé que cada vez que la había analizado a la distancia, cualquiera fuera la circunstancia, la había visto sonriendo, relajada. Eso se contagiaba. Yo ya lo sentía: de a poco me estaba olvidando del gitano loco.

-¿Tenés marihuana? –le pregunté, mientras avanzábamos sobre la arena.
-No, tengo hachís.
-Yo tengo, si preferís.
-Uff, marihuana –suspiró contenta-, molto bene.
-Hablando de drogas, ¿cuáles te gustan?
-Todas.
-¿Y la que más te gusta?
-La coca –contestó enseguida-. Pero io la controlo, si hay bene… sino, me arreglo con la cigaretta.
-¿Llegaste a tomar con mucha frecuencia?
-Uy, tutti li giorno. Una volta me he asustado, es uno de los motivos per que tuve que partire de Italia.

En un sector oscuro de la playa dormían dos Imparables sobre unos colchones. Apuramos el paso y doblamos por el sendero que llevaba hacia las rocas, más adelante de la orilla. La pileta de un hotel atravesaba la playa y terminaba en un paredón con un pasillo angosto justo frente al mar, a unos veinte metros de la arena. Ahí, en la oscuridad, solían asomarse cada tanto los gays solitarios que buscaban una aventura de sexo anónimo con el primero que encontraran.

Esta vez no había nadie, y nos establecimos sobre unas rocas. La luna llena casi se acostaba en el mar mientras escuchábamos las rompientes de las olas. Paola se encargó de armar los porros y yo me lastimé las manos intentando abrir las cervezas con un encendedor. Con algo de suerte pude destapar la primera justo cuando ella daba las primeras pitadas. Tomé un trago largo y me salió el periodista de adentro.

-Por qué te fuiste. ¿Problemas familiares?
-Io arrivai a un punto en que no podía más. O partire o…
Paolo se abrazó las rodillas y dejó la oración por la mitad, como hipnotizada por el movimiento del mar.
-¿O te matabas?
-Eco. A mi me pasaron cosas molto difficiles, ¿sabes? Y ora dije sufficiente, per qué más.
-Te violaron –arriesgué, sin pensarlo.
En silencio asintió, mirando las latas de speed abolladas, los preservativos gastados y toda la basura que se acumulaba entre las rocas.
-¿Cómo fue? –seguí, pasándole el porro.
-Fue el hijo de una familia amiga de mis padres. Íbamos a mangiare a su casa, e poi él me decía de subir al attico per jugar a los videogiochi. Io tenía once, él quince. Y así fue, por cuatro años.
-Y por qué no dijiste nada.
-No, no –dijo y negó varias veces con la cabeza-. Non poso, no.
-¿Vergüenza?
-Muuucha. ¡Muchísima! Si se enteran de eso sí que me mato.

Tomé unos tragos de cerveza, cerré los ojos y disfruté del viento.
-¿Y a él no lo viste más?
-Dos veces pasó por la carnicería, hace tiempo. Saludó a mi padre, dijo Ciao Paola, yo dije Ciao. Y ya.
-Y quién más sabe de esto.
-Casi nadie.
-Por qué me lo contaste a mí entonces.
-No se –dijo, y se quedó pensando un momento-. Porque lo preguntaste.

Se hizo un silencio. Mi mano apareció en su espalda, para que sienta el contacto por unos segundos.
-Prométeme que no parlare nada de eso –pidió Paola-. A nadie.
-No te preocupes.
-Ni a tus amigos, ni a nadie.
-Te lo prometo –le dije, mientras estrechaba su mano para certificar el pacto. Ahora mismo la estoy traicionando. Espero que sepa perdonarme. O, mejor todavía, que jamás se entere.

Atravesé el pasillo del fin de la pileta para hacer pis del otro lado de la pared y me encontré con un hombre de rodillas dándome la espalda. El otro estaba de frente, parado, con todo el placer a la vista en sus ojos cerrados y la boca a medio abrir. Así que esto era ser homosexual.
-Perdón –susurré, y di media vuelta sin mirar atrás.

Cuando volví, armamos el segundo porro. Un tercer gay se acercó a nosotros desde la playa para ver si había alguien disponible. Intenté explicarle con las cejas que la movida estaba del otro lado de la pared, pero no pareció entenderme. De este lado sólo estábamos Paola, yo, y esa rata que me miraba y se escondía bajo una roca antes de que ella la viera. Estaba todo dado para el romance, menos nosotros, que hablábamos de fútbol. Paola también jugaba en cancha de once. Antes de marcadora de punta, ahora de arquera. Le pregunté sobre el apagón: ella también había mirado las estrellas.

-¿Y no estuviste con ningún chico acá en Ibiza? –tanteé, por si acaso.
-¿Chico? No -respondió.
-Bueno, con alguien. Que se yo.
Carnicera, motoquera, futbolera. Cómo no me había dado cuenta antes.
-Tengo una amiga allá en Italia. Acá a nadie.
-Pero te gustan las chicas.
-Sí, pero he follado con hombres también. Con ellos nunca pude arrivare al orgasmo. A los cinco minutos de empezar ya non poso relajar y quedo acostada, pasiva, esperando a que termine. Por eso me piacen las chicas.
Era lesbiana por descarte, nunca se me hubiera ocurrido.

De pronto cayeron las primeras gotas y arrancó la llovizna. Decidimos volver. Yo tenía que entregar las llaves del local a uno de los restoranes de mi jefe, que abre las 24 horas del día. Ella no quería irse a dormir.
-Te acompaño –me dijo-, vamos en mi bici.

El agua me mojaba la cara mientras ella pedaleaba, y yo abría las piernas al máximo para no chocar con sus talones. Iba sentado en el canastito de atrás, sintiendo los calambres en los muslos. Me agarraba de los rollitos de su cintura y relataba el viaje como si fuera una carrera de caballos mientras ella intercalaba los ruidos de motor con las carcajadas, y la bici se tambaleaba, y yo anunciaba el próximo choque contra la vereda, contra el tacho de basura, contra aquel tipo de canas.

Llegamos al restorán y le pedí que me esperara afuera. Apenas entré lo vi al gitano portugués peleándose a los gritos con una máquina de cigarrillos. Me vio pasar, con su trastorno intacto.
-Hola –me dijo.
Loco de mierda, ojalá te viole el cerdo más rabioso del chiquero. Hijo de remil puta.
-Hola –le dije.
Le di las llaves a la camarera y le pregunté de aquel tipo, el de musculosa blanca.
-Parece que se le va la olla, casi se agarra a los golpes con un cliente. Yo que tú no me metería con él.
-Gracias por avisar.

Salí y caminamos hasta la Plaza del Parque. Estaba desierta, era toda nuestra. Nos sentamos en unos banquitos bajo las hojas de unos árboles, bien resguardados de la llovizna. Esta vez pude abrir la cerveza contra el borde de una maceta. Le arrebaté los anteojos chatos y posamos juntos en fotos imaginarias, haciendo caripelas. Después me pasó el porro y le dije:
-¿Querés que te lo lea?
-¿Cosa? –preguntó ella.
-Lo que escribí de vos.
-¿Lo tienes aquí?
-Sí, pero te aclaro que todo esto lo escribí de verte de lejos, sin conocerte.
-No importa –dijo-, quiero escucharlo.

Saqué el cuaderno de la mochila y empecé a leer nervioso, pensando que se iba a enojar. Cada tanto paraba y le preguntaba si entendía: sí, entendía. Terminé de leer y la miré lleno de dudas.
-¿Qué te parece?
-Parece que ves muy bien –me dijo, simplificándolo todo.
-Es raro todo esto, nunca le leí mis escritos a uno de mis personajes.
-Sí, es raro –dijo. Pero lo dijo simpática. Estábamos pasándola bien.
-La verdad es que estoy obsesionado por vos. Tengo fotos tuyas empapelando toda mi habitación. Las del camisoncito de seda rosa son mis preferidas.
Sonrió apenas y dejó que vuelva el silencio. La basurera apareció con su escoba y tiró la última cerveza. Paola la asesinó con la mirada.
-Y ahora qué –preguntó ella.
No sabía que decir, pero dije me voy a casa. Ella me dio un abrazo y dos besos.

Mientras caminaba hacia el departamento repasé nuestra noche. Era como si hubiese escrito cada detalle de antemano, cada una de sus palabras. Todo encajaba. Me había regalado un capítulo del libro para que pudiera sacarle el paréntesis, para que ella tuviera un nombre y se llamara Paola.

Abrí la puerta de entrada y me imaginé qué hubiera pasado si hubiese subido conmigo para sentarse en el sillón y fumar el último de la noche. Me imaginé que el beso interrumpía una carcajada, y que ella me atraía a pesar de su actitud masculina y los joggings varoneros. Me imaginé qué hubiera pasado si le besaba el cuello y ella metía sus manos en mi espalda. Qué hubiera pasado si le gustaba que le mordiera la oreja y le acariciara la nuca, si le gustaba estar así sin ropa, así de juntos. Me imaginé que hubiera pasado si tenía su primer orgasmo con un hombre. Conmigo.
Hasta que terminé de imaginármela, y me quedé dormido.

3 comentarios:

Bia Consulting dijo...

Creo que es lo mejor que lei tuyo... Sin dudas lo mejor que publicaste en este blog. Me encanta.

Firulo dijo...

Gtacias ion!

Anónimo dijo...

Resultaste ser mas interesante de lo que imaginaba! Beso..