La gente entra al Jackpot Ferrer, pide algo, saluda. Uno está aburrido y les suelta la lengua, obedeciendo la regla ancestral del oficio: un buen barman, antes que nada, debe saber escuchar.
Así conozco a Alex, un joven uruguayo con la remera de AC/DC. Sabe que soy nuevo en el lugar y aprovecha para envolverme en su discurso bien estudiado. Con firmes argumentos desprecia a la música electrónica y se embandera con el heavy metal, mientras abraza orgulloso a su novia veterana, un gato perdido y pintarrajeado de pollera corta y orejeras profundas, mendigando algo de cariño. Alex me recomienda lugares de la isla, comparte sus impresiones de la Argentina y sus conocimientos de La Renga. Saluda, abraza a su gato y se va.
Más tarde aparece una pandilla de españoles y el bar toma otro color. Son jóvenes, hacen ruido y, según cuentan, llegaron a Ibiza para la apertura de Space, la disco más lujosa de la isla. Algunos juegan con las tragamonedas y otros piden cervezas pequeñas, las dejan en la mesa y se distraen hablando. Después las retoman y piden otras porque aquellas ya están calientes. Me invitan, me alegran, me dan charla y propina. Prometen entradas para la disco, dicen que volverán. Se van. ¿Volverán?
Las máquinas tragamonedas no se callan nunca. Chillan con alarmas y luces de colores para llamar la atención de los turistas de turno. De a poco voy aprendiendo a aceptar sus escándalos como parte de la rutina. Por eso las ignoro tomándome un café primero y lavando la taza después. Así tengo algo para hacer.
El local es grande y la gente es solitaria; por momentos nadie se acerca a la barra. Juegan consigo mismos y en silencio, tomando distancia uno del otro como si estuvieran en un gran baño con mingitorios de sobra para elegir. Mientras tanto se miran de reojo y comparan quién tiene la más grande. Esperan con paciencia que alguien abandone su máquina para tomar su lugar y comprobarlo.
Un tipo de cuarenta y tantos interrumpe mi visión de la competencia sentándose en la barra. Pide un café y habla con dientes amarillos y ojos vacíos. Estoy aburrido y cumplo con el ritual: separado, dos hijas, sólo llamados de larga distancia con su ex vida. Se ve tan triste que me contagia; pero vuelve la pandilla de españoles y recupero la sonrisa. Cervezas y propinas: diversión. No tienen las entradas para la disco pero traen más promesas, simpáticas y farsantes. Gastan y gastan en cubatas y papas fritas mientras los jugadores del grupo meten monedas sin respiro en las máquinas del fondo del salón. ¿De dónde sacan tanta plata?, pregunto curioso, periodista, predecible.
-Traficamos -admite el morocho de musculosa blanca, que se esconde detrás de los enormes anteojos de sol. Pastillas, coca, chocolate, lo que quieras.
Enseguida cambia de tema e intercala su historia de amor novia vs esposa con la de tres días de cárcel (¿sólo tres días?) por cien pastillas de éxtasis y kilo y medio de marihuana. Me sorprendo, pero ya voy acostumbrándome a sorprenderme. Pagan, dejan mi plata, buena onda e ilusiones gratuitas de los futuros tickets para la gran fiesta. No regresan.
Otro café, pide el separado, que ahora también lleva siete años desempleado pero sigue recibiendo su sueldo religiosamente por problemas psiquiátricos. Monedas, dice. Esquizofrenia, dice. Me sirvo otro café para distraerme. Esto está empezando a afectarme. Le doy la espalda y sigo lavando tazas, pero él no se calla. Escupe internaciones con clases de pintura y amigos pasajeros, baños de hospitales mugrosos, medicaciones, terapia grupal y música clásica. Paga y se va.
Pasan chinos y habitués, el mulato que aprende a jugar al pinball, viejas que arriesgan sus últimas monedas a la una de la madrugada. Reaparece Alex, el uruguayo con la remera de AC/DC. Ahora está solo, su gato se fue a dormir. Me saluda, pide una cerveza y me mira expectante. Aprieta su fosa nasal y aspira al aire, preguntándome con los ojos si se puede, si hay, si se quiere, si se tiene. Chau, Alex.
Más tarde cae el jefe de sorpresa. Pasa de largo sin saludar y sigue hasta el salón preocupado. Es la primera vez que lo veo desde que me contrató, hace un par de días, y tiene puesta la misma camisa a cuadros. ¿La habrá usado ayer también? Oigo ruidos de llaves, veo de reojo que está abriendo las máquinas para retirar el dinero. ¿Por qué a las dos de la mañana? Mientras tanto reordeno las gaseosas en la heladera para fingir que estoy trabajando.
Vuelve del salón furioso. Me mira serio, me está analizando. Falta dinero. ¿Soy un sospechoso? Vaciaron cuatro máquinas, dice. Vigilá, ese es tu trabajo, no creas en nadie. Vigilá, dice, la próxima a la calle, ¿te enteras?
Desaparece y me deja una abrumadora sensación de ineptitud. ¿Cuatro máquinas vacías? Cuatro mil euros en monedas de uno, sin oír un tintineo, en mis propias narices. ¿Cómo puede ser? El jefe dijo que en su otro local también vaciaron máquinas, pero eso no me arregla. No seré el único imbécil pero sigo siendo un imbécil.
Estoy indignado, impotente, irritable. Ya repasé las alternativas y me di cuenta de que fueron ellos. Que las birras y la propina, las entradas para la fiesta, las sonrisas, las historias. Todo era una fachada. Fueron ellos. Mientras unos me entretenían, otros hacían la trampa. Eran expertos. Soy un perejil.
Cuatro de la mañana, hora de cerrar. Camino por las calles vacías de Ibiza preguntándome si no serán todos iguales. Si hurgando en la vida de cada uno encontraré siempre secretos escabrosos, adicciones, engaños, perversiones, locura. Si será sólo en esta isla o en todas partes. ¿Cuál será el secreto de mi padre? ¿Y el de mis amigos? ¿Seré tan simple? ¿Seré tan normal? ¿Seré el único?
Tengo que buscarme un secreto.
sábado, 28 de marzo de 2009
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