Anoche, a las tres y cuarto de la mañana, despertó la oscuridad.
Yo estaba encerrado en el Jackpot Ferrer, como de costumbre. Contando los minutos para recobrar mi libertad. En un relámpago se apagaron todas las tragamonedas junto con las luces, como si se activara una bomba magnética contra la tecnología. Afuera retumbaban los ecos de las máquinas sobrevivientes que gritaban aterradas con sus penetrantes aullidos de alarmas.
Las bombas duelen.
Por suerte yo soy de carne y hueso: desde mi punto de vista el caos fue un atajo para romper mis cadenas más temprano. Salí a la calle con mi bicicleta y descubrí el verdadero impacto de la bomba. Inmerso en una sombra latente, sentía cómo la gente cuchicheaba sin verse desde los balcones y me puse contento de no estar en la Argentina, de no tener miedo.
Empecé el pedaleo sobre la avenida desierta y cuando las copas de los árboles se abrieron pude ver el cielo. Era como si la bomba se hubiese estrellado contra la noche, dejándola más estrellada que nunca. Las tres marías y sus amigas se asomaban curiosas para ver de qué se trataba el asunto, por qué tanto alboroto. Sentí un olor a campamento, a provincia del interior.
Cuando llegué a casa, encadené la bicicleta y subí las empinadas escaleras que llevaban al departamento. Entré despacio, tanteando las paredes para llegar hasta el living. Comprobé que si me golpeara la desgracia resultaría un pésimo ciego. Había perdido por completo mi antigua habilidad para jugar al cuarto oscuro. Antes, cuando se bajaban todas las persianas y los torpes golpeaban sus pantorrillas contra los filosos bordes de las mesas ratonas, yo me las arreglaba para escuchar la respiración contenida, perseguirla despacio, palpar la cara con paciencia y gritar ¡piedra libre Bernardo! Ahora no. Ya estaba grande y bien inepto para la oscuridad.
Paso a paso llegué hasta el balcón y, apoyado en la baranda, me fasciné en silencio. Prendí el porro y me sentí solo. Di media vuelta y volví a salir.
En las calles angostas de la peatonal todo seguía como si nada. Los que tomaban en bares seguían con lo suyo, pero con coquetas velas de color naranja iluminándoles las cervezas. Los autos, eso sí, andaban más tímidos. Avanzaban en cámara lenta como si marcharan de luto por el cementerio electrónico, oliendo la muerte de sus compañeros, esperando su turno.
Yo caminaba con mi porro mirando hacia arriba, chocando a los descuidados. Estaba buscando a alguien, pero no sabía a quién. Alguien como yo quizás, que disfrutara con la peculiaridad de los apagones.
Caminé hasta el final del puerto, me senté en una piedra grande y de cara al mar sentí como el viento se divertía con mi flequillo. Esperaba toparme con algún soñador recordando esta misma noche con nostalgia, o al menos entretenerme con murmullos de hombres cogiendo en la oscuridad, pero solo encontré unas latas de cerveza abolladas, dos preservativos usados y una jeringa entre las rocas.
Regresé al balcón decepcionado y me di cuenta. La buscaba a ella, probablemente. Ella es como yo, pero es ella. Estábamos los dos tropezando con desconocidos, tan concentrados en mirar hacia arriba que cuando nos cruzamos no nos vimos. Espero volver a verla algún día, por primera vez.
El próximo apagón no voy a mirar las estrellas.
Sí, en una época me permitía ser más cursi.
viernes, 17 de abril de 2009
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1 comentario:
que vuelva el fer cursi!
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