Esa noche pintaban canguros en las mejillas de los extranjeros. Así eran las cosas en el bar del hostel de Cuzco que, supuestamente, se ponía de noche. Había pizarrones grandes anunciando los tragos en oferta con tizas de colores, una mesa de pool de esas que rebotan las bolas con fuerza contra las bandas y nunca jamás entran, prometían karaoke, australianas, latinos que hablan buen inglés y así. Si anunciaban aventuras, estas eran diseñadas, preconcebidas y programadas al detalle. Yo miraba el resumen de los goles de algún equipo mexicano en la pantalla gigante, todo moderno y bien invertido, y decidí que a la aventura había que salir a buscarla. Agarré la billetera y me fui a comprar porro.
El empedrado brillaba como la vajilla en una publicidad de detergente. Caminé unas vueltas alrededor de la Plaza de Armas convencido de que lo mejor de la religión era su arquitectura. Las iglesias suelen ser más bonitas que las Casas de Gobierno. Algo similar sucede con las mentiras que se anuncian en cada lugar. Como pasa en el Once, donde una cuadra ofrece todas las tiendas de un mismo rubro, acá había una Iglesia en cada esquina. No había tienda de porro a la vista. En las escalinatas de una de las Iglesias encontré un grupo de argentinos con rastas, pulovercitos y chancletas de cuero que me indicaron la calle oficial donde paran los dealers. Dijeron que por 50 soles (70 pesos) te dan más o menos diez porros. No está mal, si pega.
Hacia allá fui, contento de arreglármelas solo, de sentirme adulto. Ya aprendí a ir al baño por mi cuenta, a cruzar la calle, a tomar el bondi, a cocinarme, a cumplir un horario de trabajo y ahora a comprar mis propias drogas. Estaba creciendo un poco todos los días, aunque no se notara, como las plantas. Llegué a la segunda Plaza de Armas y fui en busca de aquella calle angosta. ¿Por qué hay tantas Plazas de Armas en Perú y Bolivia? ¿Cuántas revoluciones hubo en este lugar? Si parecen tan pacíficos. Enfilé directo hacia el pasaje estrecho mirando a los ojos del hombre que me miraba a los ojos. Estaba parado en la esquina, espalda contra la pared. Tenía un cierto parecido al protagonista de Machete luego de haber quedado escuálido para interpretar un papel distinto en su nueva película. Llegué hasta él con la posibilidad de seguir caminando y cambiar de opinión al último minuto. Nunca se sabe. Me extendió la mano y se la di.
-¿Marihuana?
-Sí, por favor.
Dijo que por 50 soles me daba un buen pedazo de cogollo. Todo marchaba de mil maravillas.
-Pero aquí no se puede, por la policía –me dijo.
Quiso que le entregara la plata para que fuera a buscarlo. Tan tonto no soy. Lo esperé ahí mientras iba a su escondite. Punto para mí. Empezó a lloviznar, lo que no era malo teniendo en cuenta el calor y la circunstancia. En vacaciones uno está mucho más predispuesto a mojarse de noche. Me puse a resguardo debajo de un techito y me acordé del noticiero deportivo que había visto en el hostel con la noticia del balazo en la cabeza a Salvador Cabañas, delantero de Paraguay. Balazo en la cabeza. ¡Pumba! Y no se murió. Al defensor Fernando Cáceres también le habían disparado en el ojo ese año y había sobrevivido. Y todos los amigos de Buonanotte fallecieron en su accidente, menos él. Ser famoso tenía sus ventajas. ¿O ser futbolista? Ahora que lo pienso, yo también me salvé de un accidente. Lo sabía. Seré periodista o intento de cineasta, pero pude haber sido futbolista. Es bueno sacarse la duda de una vez. Igual creo que elegí bien. Dicen que es un ambiente jodidísimo y a mí me gusta hacer amigos. Además, demasiadas presiones y el día del después te lo regalo. No me convenía. Dejó de llover.
Machete en ayuno regresó y sin levantar la perdiz, haciendo como quien no quiere la cosa, me pasó la cuestión envuelta en bolsa de nylon y encintada por demás. Dijo que la guardara rápido. Yo traté de abrirla para ver y oler, pero estaba demasiado encintada y él se sobresaltó. Dijo que si la policía lo veía estaba listo.
-Estuve cinco años preso, ahí no vuelvo ni loco. Yo trabajo acá. Esta es mi esquina, todos me conocen. Me llamo Fito, cualquier cosa me encontrás acá –me dio la mano fuerte tres veces, con un saludo de código de amigos de fraternidad.
Parecía honesto y la bolsa tenía la contextura indicada. Decidí confiar. Hay que creer en la gente de vez en cuando. Le di la mano y me fui. Entré en el primer restaurant y pedí de ir al baño para chequear. Hay que desconfiar de la gente de vez en cuando. Desenvolví el paquete como si fuera un regalo de cumpleaños y reaccioné como un nene al que le regalan ropa. ¿Cómo? ¿Esto me trajiste? Parecía pasto. Lo miré dos veces y seguía pareciendo pasto. Lo olí y seguía pareciendo pasto. No necesité buscar una vaca para que lo cate y defina: decidí que efectivamente era pasto.
Salí corriendo hacia la esquina. Fito debía estar ahí, esa era su esquina de toda la vida, pero no. El nuevo papel de Machete era el de estafador y yo era el único estúpido que había pagado entrada para verlo. Di tres vueltas a la manzana volviendo siempre a la misma esquina. Una esquina a la que regresaría siempre que tuviera oportunidad en mis cinco días de estadía en Cuzco. Por si acaso. Una esquina en la que siempre llegaría a la misma conclusión: soy pan comido. Empezó a llover.
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