sábado, 9 de mayo de 2009

LOS IMPARABLES

Ellos desayunan con vodka. Caminan la misma cuadra ida y vuelta y de vuelta ida y vueta, dados vuelta, como pelotitas de ping pong rebotando contra la realidad. Ellos no son violentos. Se sientan en la vereda a ver cómo pasa la vida, como vienen las cervezas. Duermen sobre colchones rotos en una suite abierta con piso de arena, techo de estrellas y vista al mar. Ellos son Los Imparables, y viven en mi barrio.

Solo entran al Jackpot Ferrer cuando la caridad los trae de la mano y les invita un trago. Hoy la caridad se llama Marta. Los Imparables se tambalean frente a la barra, mueven los labios murmurando oraciones y las dejan por la mitad. Marta habla por ellos: pide tres chupitos de whisky y paga. Los Imparables liquidan los suyos de un trago y regresan a la calle. Marta se queda, pide otro y me confiesa que la caridad son ellos. Que cuando le tocó estar sola en la calle le prestaron sus mantas sucias y dijeron nosotros no dormimos, seguimos de fiesta, tapate vos. Que a la mañana los vio acurrucados de a cuatro, soportando el frío del rocío, temblando apenas. La caridad son ellos, dice.

Ambos coincidimos en que el más entrañable es Paco, el caso perdido. Paco es gordo, tiene bigotes mexicanos y habla en voz baja un idioma que solo él comprende. En su pierna derecha vive un bulto que late solo, como si tuviera vida propia. Dicen que nació de un hueso mal soldado luego de una de sus tantas caídas.

Recuerdo la primera vez que me vino a ver. Ya me había aprendido su nombre, de tanto verlo pasar.
-Hola, cómo va la noche –pregunté mirando su panza desbordando de la camisa abierta.
-La noche siempre va bien cuando se es joven –alcancé a entenderle.
-¿Todavía sos joven?

La transpiración le chorreaba por toda la cara. Le pasé algunas servilletas de papel y me agradeció con un movimiento de cabeza. Se secó y en segundos volvieron a caerle esas lágrimas del pelo, que lloraba a cántaros.
-Hay que tener cuidado con los fantasmas de la noche –me advirtió entonces.
-¿Te atacan los fantasmas?
-Son peligrosos, pero yo tengo la espada de Dios.
-¿Nunca buscaste trabajo Paco? –le pregunté mientras le acercaba más servilletas.
-Yo soy constructor, pero ando camufláu –sentenció bamboleándose despacio.

Después comenzaron a resbalarle sílabas inconexas de la boca. Yo intentaba traducir el significado a través del movimiento de las manos y los ojos a medio cerrar. Por lo que entendí quería whisky, y me ofrecía un cogollo de marihuana a cambio. Como sólo le serví un chupito, consideró que el intercambio le era desfavorable y se metió la planta en la boca; la mordió fuerte y la partió a la mitad. Me obsequió la mitad con menos saliva. Un trato justo y equitativo. Después extendió la palma de la mano para su acostumbrado choque los cinco, me tiró del brazo e intentó darme un beso en la oreja. Se fue pacífico, y mientras lo acompañaba hasta la puerta amagó a morderme la tetilla.

Marta recuerda cuando Paco le dijo que era la tía más guapa de la ciudad y quiso robarle un beso en cámara lenta, regalándole tiempo de sobra para eludirlo y mirarlo serio. Enseguida levantó las manos y repitió su frase característica:
-Qué pasaaa, qué diceees, qué haceees.
Paco sabía muy bien cómo llegar al perdón. Se hacía difícil odiarlo: sus espontáneos choque los cinco transformaban los insultos en contenidas muecas risueñas.

Todos conocen bien a Los Imparables en el barrio de Figueretas. Saben que se contaminan a sí mismos, pero no al resto. Los policías intentan enderezarlos cuando los ataca el aburrimiento. Aprovechan y los castigan un poco para conseguirles un replanteo. Pero no pueden.

Cuentan que hasta el uniformado más autoritario -el de canas y mala actitud- perdió con Paco. Lo encontró en la playa al mediodía, con una botella de ron a medio llenar.
-Documentos –le pidió, a cara de perro. Su compañero, en silencio, le cubría la retaguardia.
-No los tengo y no los quiero –respondió Paco.
-Cómo que no los tiene. ¿Usted cree que se puede andar indocumentado por la vida?
-Soy de sangre gitana, soy hombre del monte, las reglas de la ciudad no me afectan. Cuál es el problema. Yo se como me llamo, por qué quieres saberlo tú? –dicen que contestó el gordo.
El policía lo miró enojado y observó a su colega en silencio, con expresión de qué hacemos con este. Entonces Paco levantó su mano derecha y la mantuvo alta, dirigiéndose al compañero.
-Qué pasaaaa –le dijo.
Y ellos no pudieron contenerse. Dejaron escapar la sonrisa y le chocaron los cinco.

Ganó Paco. Nadie puede con Los Imparables.

1 comentario:

MQDLV dijo...

Me gustó, Firulo!