El Muñe entró al bar con el ojo derecho a medio cerrar y un aliento con potencia suficiente para emborrachar a un niño a cinco metros de distancia.
-Me voy –dijo. ¿En serio se le acababa la joda?
-Me voy a South Hampton –repitió-, vengo a despedirme.
¿South Hampton? ¿Cómo podía abandonar la isla de la fantasía? ¿Y por un inofensivo pueblito de Inglaterra?
El Muñe no frenaba. Nunca. Nati lo había incorporado al grupo de buscavidas argentinos que, por vivir a unas cuadras del Jackpot Ferrer, ya eran parte de mi nueva vida. El Muñe la había chamullado en una cola de supermercado, a ella le causó gracia su desparpajo y desaparecieron juntos por tres días consecutivos. Nati recién llegaba y quería degustar la Ibiza célebre y salvaje muy a la E! Entertainment Television. Él era un trolebús de alegrones; la gente se turnaba para subirse a su fiesta interminable: hotel con pileta, auto de alquiler, cervezas, speed, pastillas, entradas gratis a Pachá, siempre un gramo encima. Todos los días era sábado a la noche, a toda hora.
Después de setenta y dos horas de gira, Nati decidió dormir la siesta, dar el parte médico de que seguía con vida y pasarle la posta al siguiente. El Muñe siempre estaba dispuesto para las amistades superficiales. Eso sí, después de un tiempo había que intercambiarse: nadie podía seguirle el ritmo por más de setenta y dos horas. Él llevaba más de diez años de experiencia. Era un animal de la noche, a pesar del sol. En Ibiza se puede encontrar la noche al mediodía; disfrutar de una sana locura sin interrupciones. Así es que El Muñe dormía un promedio de tres horas diarias. Nadie podía detenerlo. O al menos eso era lo que yo pensaba.
-Estoy cagado, ¿a vos te parece que hago bien? –me consultó.
Su piel bronceada olía a pánico. Se bajaba de la caravana por una chica. Y tenía miedo.
-¿Tan buena está?
Hizo un gesto definitivo. En un principio parecía ser una más, otra golosa tentada con perseguir el inagotable rastro de cocaína. Pasaron juntos lo que, según él, fueron tres días perfectos. Y ahora un llamado de esa chica desde South Hampton lo convencía de tranquilizarse en Inglaterra. Quizás por ella. Quizás porque si seguía con este ritmo iba a terminar muerto.
Ser un ícono del desenfreno implica ciertos riesgos. Si no sos capaz de frenar, tarde o temprano vas a terminar chocando. El Muñe no era ajeno a la regla; ya había protagonizado dos accidentes de tránsito. El primero en una curva traicionera al borde de la montaña. Se levantó ensangrentado para hacerle señas de auxilio al próximo auto que pasaba y poder desmayarse en paz; y despertó en un hospital con la noticia de que tenían ganas de abrirle el pecho para ver sus pulmones, sólo por si acaso. Ibiza es la capital de la mala praxis. Los suicidas y masoquistas suelen viajar a la isla para someterse a complicadas intervenciones, mientras que los más inteligentes se toman su tiempo y compran pasajes a Madrid para tratarse de sus paros cardíacos de urgencia. El Muñe lo sabía muy bien, por eso aquella vez supo escapar a tiempo del sanatorio.
El segundo choque fue por un descuido: la ligó un taxi mientras él manejaba armando un porro. De todas maneras El Muñe no se hacía problema por los gastos; había vendido su yate y tenía suficiente crédito como para seguir tirando unos meses sin bajar los cambios. ¡Que no decaiga! Eso era lo primordial.
A mi me causaban gracia sus aventuras de autopista, pero también tomaba cierta distancia. Desde chiquito me enseñaron a temerle a la merca. Las otras son peligrosas, me dijeron, pero esa… Quizás exageraban para causar efecto. Por tener diez años de aspiraciones encima no se lo veía tan mal. Hablaba normal, no presentaba ticks nerviosos notorios, se divertía. Y estaba vivo: yo lo comprobé.
¿Entonces qué? Entonces El Muñe me sacó una foto con su celular y me sentí halagado. No era por compromiso: él quería recordarme. Yo también desenfundé mi cámara y me saqué una foto con él. Con El Muñe. Y le di un abrazo de despedida. Parecía un niño asustado, no sabía lo que le deparaba la pradera inglesa. Por primera vez lo ví como a una persona y no como un personaje. Le deseé buena suerte y lo dije en serio.
Ahora sí es un personaje. Ya lo atrapé, como a muchos otros. Está escrito y no puede escapar. A menos que pierda mi cuaderno.
viernes, 1 de mayo de 2009
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