lunes, 7 de septiembre de 2015

HACIENDO TRAMPA

Casi siempre sucede en una fiesta familiar. Tipo casamiento, fiesta de quince o Bar mitzvah. El abuelo Tito emerge entre primos y tíos y me dice de jugar al backgammon. O como él le llama: el Taure. El backgammon es nuestra forma de relacionarnos.

Él nunca se cansó de jugar. Al principio me ganaba (siempre fue un tipo de suerte), pero con el tiempo cada tanto vencía yo y, cerca del final, los dos hacíamos fuerza para que ganara él. Así lo veía contento. Su versión contenta era más propensa a regalarme algún vuelto para ir al cine o comprar chocolates. Al terminar el partido nos estrechamos la mano como gerentes de empresas multinacionales.

Pocas cosas son más graciosas como ver al abuelo Tito hacer trampa para ganar. Solía aprovecharse de su alzheimer pasajero descaradamente. Yo a veces lo dejaba hacer y otras le discutía para verlo discutir lo indiscutible. Graciosísimo. Pero lo raro de jugar en esta fiesta -casamiento, fiesta de quince o Bar mitzvah-, es que el abuelo Tito todavía no se de cuenta de que está muerto. Y a mi me da vergüenza avisarle.

Entonces jugamos. Como de costumbre me da a elegir y yo elijo las blancas. Tiramos los dados y él saca un seis (suertudo) que le gana a mi cinco. Empieza él, entonces.

A veces se equivoca en alguna movida y yo le sugiero corregirla. Hay que dejarlo ganar. Otras veces se impacienta al ver que pienso demasiado y mueve las fichas por mí recomendándome la mejor jugada. Igual que antes. Solo que todo este tiempo pienso que al abuelo Tito lo falso enterramos y él volvió para refutarnos a todos los que asumimos su muerte y refregarnos en la cara el año de más que piensa vivir. De alguna manera se que él volvió para vivir un año más. Ni más ni menos. Y que cuando nos acostumbremos a su presencia va a morirse de verdad, por segunda vez. Para irse cuando él quiera. Pienso todo eso mientras el abuelo sigue jugando. Y trato de que no se note la mezcla de susto y culpa que siento por haber ido a su velorio antes de tiempo. Siempre es así. Cada vez que lo sueño.

El abuelo Tito hace como si nada. Sigue jugando. Y nosotros –mis primos, mis tíos y yo- nos miramos a los ojos cómplices en silencio y tampoco decimos nada. Para que no se de cuenta. Pero sabemos que él está haciendo de cuenta. Que se hace el distraído. Que está haciendo trampa. Y es graciosísimo.

miércoles, 24 de junio de 2015

ABUELA SANGUCHITO

La recuerdo con el mismo pulover rojo, yendo y viniendo a la cocina, feliz de la vida de vernos comer sus milanesas. Monitoreaba el almuerzo a la distancia indicando con precisión cuándo y dónde poner mayonesa, cuándo tomar un trago de granadina con soda (siempre al final, para no llenarse antes) y dónde estaba el pionono si veía que no lo tocabas lo suficiente. Eso me hacía rabiar. Comía menos para hacerla rabiar a ella, pero ella a su edad era incorregible. Antes también, claro.

Nunca se sentaba por más de tres minutos consecutivos. Siempre había algo que hacer en la cocina. Y si nos veía hablar mucho, nos callaba a la fuerza. Cuando se come no se habla, repetía enojada. A mi y a mi hermana nos daba risa. Siempre nos dio mucha risa y ganas de abrazar. Era de las pocas personas en este mundo capaces de ponerse genuinamente contentas si le regalaba un portaretratos con una foto mía en su cumpleaños. Y ahora que no está tengo el impulso de abrazar abuelas ajenas por la calle.

Su mantra era una frase de dos palabras idénticas: Cóme, cóme. Las decía en un acento polaco de lo más divertido. Todo lo que era bueno para ella era especial, y si alguien la quería embromar entrecerraba los ojos y decía que era mentira de José. Me daba bizcochos y sándwiches para llevar y se ponía como loca si me descubría compartiéndolos con mis amigos. La bautizamos Abuela Sanguchito.

Ella entendía todo todito, pero se lo callaba por estrategia. Siempre fue muy diplomática. Y como toda abuela era capaz de hacerme ir a su casa para arreglarle el televisor, que estaba desenchufado. Enana como ella sola, caminaba por la vereda en zig zag tambaleándose con los tacos altos. ¿Para qué tacos altos a esa edad, me querés decir? Es extraño, teniendo en cuenta que fue de una generación que no se preocupó por ser popular, sino por sobrevivir. Y ella lo hizo mejor que nadie.

El holocausto le comió siete hermanos, dos padres y un hijo de cuatro años que dejó escondido con los vecinos. Guardaba ampliada la única foto que le quedó de él. Era en blanco y negro y tenía una mirada profunda que siempre me dio escalofríos. Ella se salvó por fuerza y por suerte, y esperó en su pueblo tres meses la milagrosa aparición de su marido como habían acordado. Entonces miró para adelante sin detenerse a pensar nunca en el pasado que le entraba en la cabeza a la noche sin pedir permiso en forma de pesadillas. Está todo escrito en una carta que mandaron a Alemania para recibir la pensión. Eso y más. Pero no todo. Todo es imposible.

A veces invitaba amigos a almorzar en su casa para que vieran con sus propios ojos la estatura de su personaje. A Rochi la saludó contentísima confundiéndola con una amiga de papá que era treinta años máyor. A Diego siempre lo culpó de dejarla sorda por un petardo que tiró y le cayó cerca. A Juan lo obligó a levantarse del sillón de mi living en año nuevo para que apagara la música y se fuera con todos los demás porque esa no era casa de baile. Y eso que festejábamos en casa por mi silla de ruedas.

Un día se cayó y tuvo que aprender a convivir con una gorda que según ella le robaba las bombachas. Cuando se cayó por segunda vez yo estaba en el exterior. Volví un día, pero ella vivía en un geriátrico y ya no era la misma. Hablaba poco y nada, entendía menos, pero yo todavía sentía que me abrazaba un poco con sus ojos brillosos. Después ni siquiera.

Se sorprendió mucho un día, cuando se enteró que estábamos reunidos en el geriátrico para festejarle el cumpleaños. Se sorprendió de no acordarse de su cunpleaños. Por un instante sentí que se dio cuenta de todo. Después lo olvidó.

Ya no había razones para seguir viviendo. Pero ella seguía. Cada vez más desconectada, los huesos contraídos, regresando de a poco a la posición fetal original. Se hacía dificil verla, por mucho tiempo preferimos la culpa de no visitarla. Pero ella seguía. No le quedaba nada, sólo su inmenso instinto de supervivencia. Ella seguía. Y en mi imaginación su cerebro guardaba un único pensamiento; el mismo que le permitió atravesar la peor de las guerras desde el peor de los bandos: Tengo que sobrevivir.

Hablamos de ella el día del padre; nos preguntamos qué estaba esperando. De alguna manera se dio cuenta, y al otro día se fue. Tenía 95 años.

Siempre tuve miedo de que cuando llegara el momento no la lloraría como se lo merecía. Que sería igual que cuando mandaron a mi primer perro al campo y nos avisaron de su muerte seis meses más tarde. Pero cuando papá llamó por teléfono lo supe antes de que lo dijera por el tono con el que pronunció mi nombre. Y ahora ya se en qué pensar cada vez que necesite recurrir a la memoria emotiva, si es que algún día me decido a ser actor. Ahora quisiera tener a ese viejo perro para abrazarlo en silencio y morderle fuerte el cuello peludo.
Los perros son, sin dudas, los mejores compañeros de velatorio.

martes, 21 de abril de 2015

SI TODO VA BIEN

Siempre pensó primero en sus miedos. Como para empezar por ahí. Y si no me sale, si me sale mal, imaginate si fracaso. Ese tipo de cosas. Hasta que un día empezó a triunfar en todo. Triunfar triunfar triunfar. Tres veces triunfar. Y más.

Tanto tiempo pasó dudando si algún día sería o no sería lo que pensaba que podía llegar a ser, que cuando se convirtió en todo lo que pensó que podía llegar a ser multiplicado por tres no supo qué hacer. En menos de dos años se cumplieron todos sus sueños. Los posibles, y los otros. Cada cosa que hacía terminaba en aplausos. Gente desconocida lo detenía por la calle para mostrarle su dedo pulgar derecho mirando hacia arriba. Y él empezó a ponerse nervioso. Nervioso, nerviososo, nervios, nerv.

Dejó de creer en sí mismo. Estaba convencido de que era una farsa, pero nadie se daba cuenta. Perdió el parámetro. Cada cosa que decía era celebrada por todos, menos por ese tipito gruñón que vivía adentro suyo desde que él era chico y aquel era tipititito.

Se dedicó a buscar. Buscó desesperadamente a alguien que contradiga su éxito. Un detractor absoluto, el presidente de su club de antifans. Buscó en barrios pobres, en barrios cultos, telefoneó a Jorge Rial, le preguntó a snobs, a veganos, a ecologistas, religiosos, extremistas, pesimistas y a esos adolescentes oscuros que se juntan en una esquina a vestirse de negro para repetirse que no están a favor de nada. Resultó que estaban a favor suyo. También ellos.

Decidió cambiar radicalmente, y empezó por la vestimenta. Fue a comprar la ropa más incongruente, se la puso toda junta, turbante incluido, y salió a caminar. Tenía puesto un traje imposible. A la gente le gustó mucho mucho.

Al día siguiente salió nuevamente con su traje imposible. Lo empezaron a felicitar. Palmadas en la espalda. Choque los cinco. Todo eso. Ya había otros que andaban con turbantes propios y le sonreían.

Empezó a sentir un olor. Un olor fuerte, como a huevo podrido, vomito de bebé y fermento de Jorge Formento mezclado en licuadora. Le dieron náuseas. Olió a la gente que lo saludaba, se olió la zapatilla, olió el piso, olió a todo su alrededor. No hubo caso. El origen era invisible. Se dio cuenta que si no encontraba el olor en nadie más, significaba que el olor era suyo.

Volvió a su casa corriendo. Se sacó la ropa en el balcón, la apiló y la quemó toda. Se puso a mirar el fuego hasta que se extinguía y encontró felicidad pasajera en ese ritual. Fue fugaz, pero le renovó el espíritu. Decidió cambiar radicalmente. Otra vez.

Se compró una cartera. No le parecía femenino, sino cómodo. Cambió el turbante por un sombrero a la Indiana Jones para sentirse importante. Se puso botas de cuero con taco alto porque era la mejor forma masculina de aumentar su altura sin convertirse en uno de esos payasos con zancos que reparten volantes en el circo. Y bufandas, a pesar de que era verano. Bufandas, de tres colores distintos. Amarillo, violeta y naranja. Para tapar el moño, que le gustaba usarlo sin que se viera, como si fuera su secreto más íntimo.

Salió decidido a ser otro. Contentísimo, la frente en alto. Su público enloqueció. Obra maestra. Genio del milenio. Avant garde. El adelantado. Y ese olor? Ustedes sienten ese olor? Ese olor insoportable. No se soporta. Pero nadie lo sentía más que él.

Corrió. Y su público detrás. Pero él corrió más rápido, y mientras se sacaba la ropa sus perseguidores se detenían para quedarse las prendas como recuerdos. Llegó a un lago y se tiro de cabeza desnudo. Salió con la cabeza desnuda, limpita. Y la boca como medialuna sacando a respirar a los dientes.

Sus seguidores lo vieron sin nada más que piel y, por fin, se indignaron. Qué verguenza. No tiene tacto. No tiene gusto. El nudismo está re out. A quién se le ocurre? Y él así, al natural. Todos asqueados, cierto, pero ya no sentía el olor. Ya no. Se sentía en paz consigo mismo, peleado con todos los demás.
Se sentía justo como quería ser: un verdadero artista.