Todos los días, a las seis de la mañana, Eric corta yuyos con una faca. Se compró un terreno en la mitad de la sierra, en Córdoba, y de a poco fue construyendo una cabaña con sus propias manos. Ahí vive, sin electricidad ni agua. Y se levanta al amanecer para alisar el terreno.
-Este es mi año sabático. Estoy buscándome a mí mismo.
Es extraño que un hombre que pasó toda su vida en ciudades europeas se encuentre a sí mismo en una sierra de Sudamérica. Pero intuyo que si uno quiere encontrarse a sí mismo primero debe perderse.
El silencio de Traslasierra es un buen lugar para escuchar el propio llamado y seguir la voz de uno mismo hasta enfrentarse. Entonces hacerse las preguntas correctas y aguardar las respuestas. Estas suelen llegar realizando acciones simples, como levantarse a las seis de la mañana a juntar maderas para unirlas en forma de cabaña.
Es la primera cabaña no comercial que conozco y no cuenta con un porche donde sentarse en una mecedora con una escopeta por si a los vecinos se les ocurre venir a visitar. Tiene, en cambio, alguna semejanza con las cuchas altas de los guardavidas en los balnearios. La parte de abajo es utilitaria: un cuartito con estantes y una cocina a gas. Una escalera bien alta lleva a la ventana, que es la puerta. Por ahi´se entra a la única habitación, donde se puede permanecer acostado, sentado o jorobado. El techo es demasiado bajo para una persona de pie. Incluso para mí. Entre ventana y ventana un rayo de luz atraviesa el espacio dejando partículas de polvo girando en el aire. En el piso hay un colchón flaco cubierto con un velo blanco, como si fuera el lecho de un hombre con una enfermedad contagiosa o una pareja de recién casados.
-Es para los mosquitos –me explica-. Acá hago Yoga al despertarme. Es una buena manera de comenzar el día.
Eric disfruta del diálogo como un monje zen que acaba de terminar su voto de silencio. Es delgado, tiene 47 años, pantalones con bolsillos en los costados, borcegos, el pelo de George Clooney, algo de su encanto y una paz singular en los ojos. De la que viene después de la tormenta.
-Yo solía ser fotógrafo de Vogue. Trabajé años para llegar a eso y pensé que era lo que quería: la cima de los fotógrafos. Ya viví la noche, la fama y las modelos. Hasta me pagaban para ir a la discoteca que, después de renunciar a todo, me negó la entrada por usar sandalias.
Despejando la mente en Camboya, sintió que debía construir un comedor para que los niños pudieran ahorrar su paga diaria de un dólar con cincuenta centavos. Regresó a Bélgica decidido a construirle un segundo piso a su casa con la intención de alquilarlo a turistas para financiar el comedor. Pero ser autodidacta en la arquitectura cuesta tiempo y dinero. Demoró cuatro años en finalizar la obra, y ahora el alquiler está pagando el crédito que le pidió al banco para comprar los materiales.
Uno imagina que los niños camboyanos, ahora adolescentes, sabrán esperar. Si no se tiene paciencia en situación de pobreza extrema, la vida puede tornarse algo desesperante. Eric sabe que algún día abrirá ese comedor. Hoy está cortando yuyos pero es largo el camino y ya nadie cuenta los segundos. Los relojes son objetos de otro tiempo. La época de los días que se comían a otros días quedó atrás.
-Todos somos hándicap –me dijo ya sentados en sillas plegables, el arroyo apenas audible, de fondo, angosto, más piedra que agua.
-Yo nunca jugué al golf.
-Handicap quiere decir discapacitado.
-¿Lo decís por mi altura? El doctor me dijo que estoy al límite, pero dentro de lo que se considera normal.
- Todos somos hándicap. Algunos de forma sentimental, otros por cuestiones físicas.
Hablaba de sus heridas, y cómo las sanó trabajando con chicos con síndrome de down. Ayudar le hace bien.
-Es mas lo que te devuelven que lo que das. Ahora quiero aprender a curar gente. Por eso vine a Traslasierra, a estudiar con mi instructor de Yoga. Él me iba a enseñar a curar, pero de momento estamos distanciados. No se debe hacer curaciones por dinero. Lo espiritual no debe mezclarse con el dinero.
A Eric no le gusta hablar de dinero. Decidió que la vida no pasa por ahí, ni por la ambición personal, ni por las mujeres, ni por el éxito. Me hizo bien su compañía. Sentí que lo único necesario para realizar los sueños era poder visualizarlos y trabajar para conseguirlos. Ojalá fuera cierto.
Ante la insistente curiosidad de cómo hace para ganar dinero -una pregunta que hago siempre, tal vez para encontrar la respuesta que no suelo ver -me contó los detalles de su último trabajo free lance:
-El año pasado me contrató un joven millonario para dar la vuelta al mundo en su velero. Quería alguien que sacara fotos para documentar el viaje. A los dos meses se enamoró de una chica en la costa francesa y abandonó el barco. “Sigan ustedes, los alcanzo en avión”. Era tan millonario que tenía más de una vacación a la vez. Se tomaba vacaciones de las vacaciones. Quedamos el capitán y yo, recorriendo el mundo para vivir las vacaciones de otro. Era un hombre serio y seco. Él ansiaba llegar al próximo puerto para encontrarse con una ex novia y yo quería aprovechar una oportunidad única en la vida: la posibilidad de frenar en la mitad del océano un día de sol. Simplemente estar ahí. El agua más lisa que una hoja en blanco. Nadie a millas de distancia. Sólo el sol, el agua, el cielo y nosotros. Pero al capitán la tranquilidad lo inquietaba. Era un hombre de constante movimiento y, tal vez por eso, o porque no había nadie más con quién hacerlo, nos peleamos cuando llegamos a una isla pequeña. Allí vivía una comunidad de pescadores. Durante cuatro meses sus vidas consistían en levantarse al amanecer y pescar hasta el anochecer. Luego volvían a la ciudad y vivían en sociedad por tres meses, antes de regresar. Una comunidad única de personas de manos gruesas, miradas profundas y surcos que marcaban sus caras como si fuera un mapa de lo vivido. Nunca antes había visto gente así. Quería fotografiarlos, pero para hacerlo bien es necesario generar un vínculo de confianza. Eso lleva tiempo. Quise vivir a su manera durante una semana y el capitán no lo toleró. En el próximo puerto le exigió al jefe que ya no fuera parte de la tripulación y tuve que irme.
No pudo mostrarme fotos pero prometió pasarme una página para verlas. Dice que la mejor foto que sacó fue en una campaña de jeans por la cual tuvo que viajar por la ruta 66 en Estados Unidos. Él tenía la idea de alquilar un Mustang y recorrerla de punta a punta, pero el presupuesto no alcanzaba para ese auto. Entonces lo vio, un día, detrás suyo. Un Mustang rojo, descapotable, justo como lo había imaginado. Le dijo al conductor que mantuviera el coche estable, abrió la puerta de atrás y, colgado con la cabeza a centímetros del asfalto, hizo la foto que fue emblema de la campaña. La ruta en primer plano y el Mustang rojo de fondo. Quisiera verla.
-Una vez, yendo a Las Vegas, nos perdimos en la mitad del desierto. Vimos un auto y le hicimos señas pero siguió de largo. No sabíamos dónde estábamos, así que lo seguimos. Estacionó frente a un trailer en la mitad de la nada. Le gritamos por direcciones a cincuenta metros de distancia, por miedo a que sacara una escopeta. Era un redneck auténtico. Probablemente su visión del mundo era la que extraía de la televisión. Detuvo su paso, se dio vuelta y nos miró, a lo lejos, en silencio. No dijo nada, giró y se metió en el trailer. Dimos media vuelta y nos fuimos. Tal vez era mejor seguir perdidos.
Por un momento me transportó a la curiosa realidad de un hombre completamente solo en el mundo. De pronto volví al presente, en una cabaña en la sierra, con otro hombre completamente solo en el mundo. Pero la sensación era distinta. Uno parecía el ser con la mente más cerrada que se te pueda ocurrir, el otro, de momento, con una de las más abiertas. Yo también sentía la apertura.
-Espero que me dure -pensé-. Mañana regreso a la ciudad.
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1 comentario:
buena info, gracias
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