Me chupa un huevo. Eso es el Amor.
Fijate en ese chiquilín que camina por la plaza de la mano de su mamá.
Quizás todos los años se lleva matemáticas; tal vez le dicen rechoncho en el barrio en modalidad de cántico (¡re-chon-cho! ¡re-chon-cho!) o en una de esas la chica que más le gusta en todo el mundo vive adentro de la televisión y no está enterada de su existencia. Pero en última instancia todo eso a él no le importa.
Cuando peor se ponen las cosas, siempre puede aferrarse a la mano de su mamá como si fuera un talismán y pensar:
-Me chupa un huevo. Total, tengo a mi familia que me quiere.
Ahora ese mismo chico tiene unos veinte años más; y después de una larga búsqueda tuvo suerte y se enamoró. Entonces su vida cambia, porque si el jefe lo trata mal y no le deja usar el messenger, las cuentas no le cierran para irse de vacaciones o Rosario Central se va directo al descenso, la frase se repite: Me chupa un huevo.
-Total, ella me ama. Y a la noche cuando vuelvo nos comemos unos ravioles con salsa, hacemos la digestión y después me deja darle besos detrás de la oreja.
Es posible que un día la pasión se extinga o baje su intensidad, dirá usted. Entonces el amor seguirá estando, pero el Me chupa un huevo pasará a ampararse en los hijos.
-Qué me importa el mundo a mí, si en casa tengo un cachorrito de humano que me mira con ojos grandes, hace cosas fascinantes y te lo presto solo unos segunditos no sea cosa de que me lo rompas.
Y después los nietos, que dicen que es la recompensa que se les da a los padres por haber tenido hijos. Pura alegría sin responsabilidad.
Ahora bien; entre el día que nos convertimos en adolescentes y el día que encontramos a esa mujer se vive La Brecha.
La Brecha es el momento difícil en que experimentamos nuestro proceso de cambio. Es cuando luchamos para ser quien queremos ser hasta que lo logramos o terminamos conformándonos con ser quienes realmente somos.
La Brecha puede ser una etapa sufrida, porque el Me chupa un huevo es una red de seguridad que nos falta y se hace sentir. Seguro, podremos contar con el cariño de amigos y familiares, pero no es ese Amor que, según John Lennon, es todo lo que necesitás.
Ese Amor pesa en su ausencia porque -al igual que aquel hombre que soñamos ser de niños- hasta no verlo realizado es una cuenta pendiente. Sin embargo es durante La Brecha cuando uno tiene que aprovechar para dar el gran salto en los objetivos personales; porque tal vez más adelante, todo eso importará un poco menos.
Hay un riesgo. Cuando nuestro Amor antídoto frente al mundo desaparece antes de tiempo, el Me chupa un huevo pasa a ser otra cosa: una instancia peligrosa, donde nada importa. Ni lo bueno ni lo malo. Nada.
Algunos logran superarla.
Otros, no.
domingo, 30 de noviembre de 2008
lunes, 24 de noviembre de 2008
ORIGINAL
Pensá en esto: hace unos diez mil años que los hombres medianamente civilizados caminan por la tierra.
Pensá en esto: En el año 1000 A.C. ya éramos unas cincuenta millones de seres que hablabamos, comíamos, cojíamos y mirabamos para arriba preguntándonos que eran esas lucecitas que titilaban.
Pensá en esto: Actualmente somos unas 6.671.679.034 personitas (menos dos que acaban de chocar con el auto, más tres que recién lloraron por primera vez, menos tres que se fueron a dormir y no se despertaron, etc).
Pensá en esto: Toda esa gente que existe, más todos esos otros que existieron, pensaron -o hicieron el intento- durante cada minuto de las 24 horas de los 365 días de los diez mil años que venimos siendo más o menos humanos.
Pensá en esto: Tener un pensamiento verdaderamente original, a esta altura, es practicamente un milagro.
Pensá en esto: Esto ya lo pensó alguien antes.
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Lo único que nos queda es decir lo que ya fue dicho con otras palabras a gente distraída que no lo escuchó nunca antes.
Pensá en esto: En el año 1000 A.C. ya éramos unas cincuenta millones de seres que hablabamos, comíamos, cojíamos y mirabamos para arriba preguntándonos que eran esas lucecitas que titilaban.
Pensá en esto: Actualmente somos unas 6.671.679.034 personitas (menos dos que acaban de chocar con el auto, más tres que recién lloraron por primera vez, menos tres que se fueron a dormir y no se despertaron, etc).
Pensá en esto: Toda esa gente que existe, más todos esos otros que existieron, pensaron -o hicieron el intento- durante cada minuto de las 24 horas de los 365 días de los diez mil años que venimos siendo más o menos humanos.
Pensá en esto: Tener un pensamiento verdaderamente original, a esta altura, es practicamente un milagro.
Pensá en esto: Esto ya lo pensó alguien antes.
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Lo único que nos queda es decir lo que ya fue dicho con otras palabras a gente distraída que no lo escuchó nunca antes.
martes, 18 de noviembre de 2008
CITA A CIEGAS
La vi caminando por avenida Santa Fé y casi sin darme cuenta empecé a seguirla. Fue como un instinto. Esas piernas comenzaban de la mejor manera, y su forma de andar, tan diferente a las demás, podía ser justo lo que necesitaba.
Anduve una cuadra entera en cámara lenta jugando a la pisadita con su sombra. Mientras admiraba el ligero vestido hippie (y su contenido), su movimiento de caderas resultaba algo hipnótico, y mi mente viajaba apagada como si disfrutara del hermoso paisaje desde la ventana de un micro de larga distancia. Lo importante -lo principal-, era que ese palo blanco que marcaba el compás de sus pasos abría la chance de que ella no estuviera fuera de mi alcance. ¿Quién sabe los parámetros de selección de una ciega?
Cuando llegó a la esquina frenó, y yo me paré a su lado.
-¿Te ayudo a cruzar?
-Bueno, gracias -dijo, y sin preguntar nada se aferró de mi brazo.
Esta es la mía, pensé. Con ella estaba tranquilo, no sentía la usual mirada reprobatoria.
-Es raro, puede ser que cruzar esta avenida sea lo único que hagamos juntos –le dije.
Por un par de segundos, la sentí como una ciega-muda. Entonces seguí:
-Ojalá que el hombrecito del semáforo se quede en rojo por siempre, así me da más tiempo para pensar qué decir. Tiene que ser algo perfecto.
-No digas nada entonces –sugirió ella-. Concentrémonos en disfrutar este momento.
Las bocinas de los autos de Santa Fé se turnaban para llenar nuestro silencio, pero yo nunca aprendí a soportar el vacío de las primeras charlas.
-Tengo que admitir que de todas las personas que ayudé a cruzar en mi vida, sos por lejos la más linda –la piropeé.
Ella sonrió apenas, pero no dijo nada.
-Seguro, todas las otras que ayudé a cruzar fueron viejas –seguí-. En eso corrés con ventaja. Pero creo que tu versión de ochenta años seguiría sacando el primer puesto. ¿Sabés la abuela que serías? Matarías mil. Tus nietos se pelearían a los golpes para que los subas a upa.
Logré la primera carcajada y festejé en silencio.
El hombrecito cambió a verde. Tres personas que estaban unos metros más a la izquierda avanzaron por la senda peatonal, pero yo me quedé quieto. Ella no dijo nada. Seguía aferrada a mi brazo, era como si ya fuéramos novios. Estiré el cuello y estudié de cerca las numerosas pecas que decoraban su pequeña nariz. Tenía piel delicada, los labios gruesos, cejas finitas y los ojos celestes aclarados, como si una especie de neblina le cubriera las pupilas.
-¿Qué me mirás? –dijo ella de pronto.
Corrí la cara y clavé la vista al frente. Se había dado cuenta. ¿Cómo? Por suerte todavía no le había estudiado las tetas, ese iba a ser mi siguiente paso.
-Te asustaste, ¿eh?- dijo sonriendo, mientras me sacudía el brazo-. Era un chiste nomás, mirame si querés, no tengo nada que ocultar.
Le hice caso y relaté la recorrida de mis ojos.
-Ahora te estoy mirando las orejas, muy lindas la verdad. Me gustan los lóbulos carnosos como los tuyos, son más comestibles. Simpático tu cuello también. Ni muy largo ni muy corto: ideal. De las piernas y el resto no te digo nada, para eso están los trabajadores de las obras en construcción.
-Nunca está mal que me lo recuerden –aclaró-. Igual yo se perfectamente como soy. Los ciegos podemos ver con las manos: ahora mismo te estoy contemplando el brazo.
Solté una risa cómplice, y me subió el pánico de repente. Ella podía ver con las manos: no tenía que dejar que me toque la cara.
El hombrecito se puso verde de vuelta y no me animé a disimularlo; sería demasiado: los ciegos tienen los otros sentidos agudizados, deben saber cuando cambia el semáforo. Caminamos juntos despacio por la senda peatonal, ella siempre eslabonada a mi brazo. Por un momento sentí que apoyaba la cabeza en mi hombro, pero fue solo mi imaginación. Un deseo.
Llegamos al otro lado de la vereda, nuestra despedida.
-Bueno –le dije-, ha sido un honor ayudarte. El servicio fue gratuito, pero si algún día tenés ganas de retribuirme, podrías ayudarme con mi investigación…
-¿Qué investigación?
-Estoy haciendo un estudio sobre manchas de nacimiento; y me encantaría fotografiar la tuya para sumarla a mi catálogo. La teoría es que las manchas son un símbolo de nuestra esencia.
Ella, sin verme, me miraba con atención.
-Yo tomo en cuenta la forma, la textura, el color y la ubicación de cada mancha y la comparo con la personalidad. Después saco conclusiones -terminé.
-Ah, ¿si? ¿Y qué conclusiones sacaste?
-Por ahora solo analicé la mía –me aclaré la garganta-; es un estudio muy reciente. Pero para contarte mejor tendrías que verla; o tocarla mejor dicho… y acá no va a poder ser. Hay mucha gente. ¿Por qué no nos encontramos más tranquilos otro día e intercambiamos manchas?
Ella se puso seria y apuntó los ojos directo hacia los míos. Fue un silencio eterno de tres segundos que no me animé a quebrar. Ya estaba todo dicho, solo quedaba esperar.
-Está bien –resolvió entonces, sacó la billetera y me dio su tarjeta-. Ahí tenés la dirección de mi casa. Pasate el jueves a eso de las nueve; te invito a comer.
Intenté contenerme para que no se note el golazo que estaba gritando en mi interior. Su tarjeta decía: “Silvia Manera, vidente”.
-¿Sos vidente? -le pregunté sorprendido, mientras releía la tarjeta para asegurarme de que no era un error. Cuando levanté la cabeza, Silvia ya había arrancado con el palo blanco marcando el ritmo de sus pasos. Se dio vuelta y gritó a la pasada:
-A las nueve Martín, no te olvides.
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Tuve que soportar dos días de tregua hasta la cita. No fue fácil. La excitación y ansiedad habitual se mezclaban con una inmensa intriga y algunos miedos. Era el mismo cóctel de sensaciones que sacudían mi mente antes del sexo. Solo que en este caso los miedos eran otros. ¿Qué poderes tiene una vidente? ¿Cómo hizo para adivinar mi nombre? ¿Podrá leerme la mente durante el sexo? Bueno, quizás algún que otro miedo era parecido a los de siempre.
Ese jueves, a las nueve y diez, toqué el timbre de su departamento.
-¿Sos vos Martín? –preguntó Silvia, pegada al otro lado de la puerta.
-Eso parece –respondí-, pero todavía no se cómo descifraste mi nombre.
-¿Querés que te cuente con la puerta de por medio o vas a pasar?
Por un momento tuve la necesidad de escapar. Ella me intimidaba. Era algo nuevo, interesante, peligroso.
-Quiero pasar –resolví, recordando sus numerosos atributos.
-Cerrá los ojos entonces –siguió Silvia, del otro lado de la puerta-. Sé que las primeras impresiones son importantes, pero yo nunca tuve una… al menos visual. Por eso los que quieran entrar a mi casa tienen que cerrar los ojos, no me gusta estar en desventaja.
Ahora sí consideré seriamente la huída cobarde, sin despedidas ni explicaciones. Tenía que entregarme por completo. Jugar a su juego, y de visitante. Era yo el que estaba en desventaja.
Respiré hondo, cerré los ojos y golpeé la puerta. Silvia abrió sin chequear mi ceguera, tomó mi mano y me instó a avanzar. Me dejé llevar sin hacer trampa, escuché la puerta cerrarse detrás de mí y, tomado de su mano, avancé unos metros en silencio. El negro absoluto me generó una extraña calma. Sentí un olor a incienso de vainilla justo antes de detenernos.
Silvia pareció darse media vuelta para enfrentarme.
-Hola Martín –dijo, dándome un dulce beso en la mejilla-. Quedate quieto.
Apoyó sus manos en mi cadera y se arrodilló lentamente. Su cabeza llegó a la altura de mi cinturón. Los pantalones me apretaron. Silvia siguió su descenso hasta el piso, desanudó los cordones y me sacó las zapatillas con delicadeza. Cuando desenrolló mis medias, aterricé los pies descalzos en una cálida alfombra peluda. Pensé en desnudarme ahí mismo, pero las señales no eran del todo claras y preferí no arriesgarme. Tuve el impulso de abrir los ojos para leer mejor las pistas, pero tampoco quería romper la magia.
-Así está mejor, las zapatillas nunca son bienvenidas en mi casa –explicó ella-. Me cuesta horrores limpiar todo la mugre que traen de la calle.
Volvió a agarrar mi mano y la puso sobre lo que parecía ser el respaldo de una silla.
-Ponete cómodo. Ya vuelvo, que se me quema la comida.
Me senté con movimientos toscos, mientras la oía silbando en su rápida huída hacia la cocina. Aproveché que estaba distraída para abrir los ojos: ya había sido suficiente.
Tuve que contenerme para no gritar del susto; la oscuridad seguía siendo total. Había programado cada detalle cuidadosamente para que ni una chispa de luz se entrometa en su diseño de la perfecta noche en tinieblas. Las persianas debían estar bajas, las luces apagadas… el negro era tan profundo que no llegaba a verme las manos. Estaba ciego, como ella. Solo que Silvia tenía años de experiencia. Ella podía cocinar silbando con total tranquilidad, yo apenas si podía moverme; tenía miedo de romper algo, de caerme al piso.
Respiré hondo un par de veces para calmarme. ¿Por qué había apagado las luces? ¿Qué quería enseñarme? Silvia estaba jugando conmigo y yo tenía dos opciones: jugar con ella o exigir que encienda las luces.
Decidí seguirle la corriente; tocar de oído sin hacer comentarios de su estrategia. No era cuestión de abandonar el juego antes de descubrir cual sería el objetivo, o, mejor todavía, como iba a terminar. Quizás tenía una posibilidad de ganar; o podíamos ganar los dos a la vez. Si éramos parejos en una de esas terminábamos empatados, en pareja. De lo que estaba seguro era que, aún si el juego era el cuarto oscuro, todavía no tenía que dejar que me toque la cara.
Silvia regresó a la mesa y pude oír como acomodaba la bandeja y los platos con gran agilidad. Cada cosa en su lugar. La comida olía bien, pero era un olor que no llegué a distinguir, al menos no a primer olfato.
Ella parecía respetar mi silencio. Era como si supiera que necesitaba un tiempo para asimilar la oscuridad, agudizar los otros sentidos, recuperar el habla. ¿Me estaba dando una ventaja para acostumbrarme al juego?
-¿Qué pasa, te comieron la lengua los ratones? –bromeó entonces, quebrándome el changüí-. Pasame el plato que te sirvo.
Tantée la mesa, levanté el plato y lo extendí firme hacia delante. Silvia agarró la otra punta y, apenas rozando mis dedos, vació su misteriosa creación culinaria. Cuando sus dedos dejaron de tocarme mantuve el plato en la misma posición por unos segundos, por miedo a que siga sirviendo y la comida aterrice directo en la mesa, arruinándolo todo.
-El otro día no estabas tan callado, ¿dónde te olvidaste el chamuyo?
-Del otro lado de la puerta –reaccioné para mi sorpresa-. Lo tenía todo programado, ayer estudié la conversación para durar toda la noche, pero de confianzudo no me hice machete y ahora no me acuerdo de nada. Voy a tener que improvisar.
No estoy seguro de si se rió o tuvo una pequeña tos. Era una complicación adivinar sus reacciones, sospechar su sonrisa. Tenía que confiar a ciegas en mi charla.
-¿Y, no me vas a decir nada de la comida?
-Perdoná, está exquisita. En serio.
-Primero probala. En una de esas no tenés que mentir.
-Cierto, a vos no te puedo mentir; olvidé que eras vidente. Ahora la pruebo.
Encontré los cubiertos al costado del plato, acerqué la nariz y analicé el olor en detalle. No había forma de descifrar lo que era con anticipación, tenía que arriesgarme. Revolví la comida con el tenedor. Era como una pasta blanda con pequeños pedazos duros, y parecía estar condimentada con algún tipo de salsa acuosa. ¿Y si eran caracoles? Junte coraje y en un movimiento rápido probé el primer bocado.
-Mmmm –dije, antes de analizar el gusto.
Era un sabor desconocido, algo agridulce. No estaba mal, pero no podía sacarme de la cabeza la horrible idea de que eran caracoles.
-Está muy rico, original. ¿Qué es?
-Es una receta secreta, no te puedo decir. Mi abuela se la enseñó a mi mamá, ella a mí, y yo se la voy a enseñar a mi hija, algún día.
Intenté pensar en otra cosa. Distraerme de los caracoles para vaciar el plato sin decepcionarla. Por suerte había suficiente pan, el vino ayudó y mientras tanto hablamos de su clarividencia. Era un don natural que venía de la familia, explicó Silvia, pero además podía agilizarse con un buen maestro a través de los años.
Aunque trabajaba de eso, no quiso darme muchos detalles de sus “poderes”. Solo me confesó que no tenía bola de cristal ni cartas; dijo que era más bien una cuestión de energía. Me tranquilizó la idea de que si podía adivinar mi nombre, quizás sabía mucho más: mi pasado, mi futuro, mis secretos. Si a pesar de todo me había invitado a su casa, eso podía significar que ya había pasado la prueba.
-¿No me hacés una muestra gratis? –le pregunté-. Un pequeño adelanto de tus sesiones. Lo suficiente para convencer a un no creyente.
-¿Así que no creés en lo que hago Martín? Eso me duele, en serio.
-¿Por qué? Yo soy cajero, y me da lo mismo si no creés en el sistema bancario. Al menos lo que vos hacés es más interesante.
-No es lo mismo, porque si no creés en lo mío, eso significa que yo engaño a la gente, ¿no te parece?
Tomé un trago de vino para ganar tiempo. Estaba metiéndome en terreno pantanoso.
-Es que tampoco creo en Dios, ni en los milagros –seguí-. Aunque me encantaría creer. Estoy buscando a alguien que me contradiga, que me calle la boca con una demostración; pero lamentablemente soy un tipo racional: si no lo veo, no lo creo.
-Yo no veo nada Martín, y por eso mismo creo en todo.
No supe qué decir.
Para cambiar de tema le pedí que sirviera un poco más de vino. Silvia llenó los dos vasos, y cuando quise alcanzar el mío me agarró la muñeca. Extendió mi brazo y con su dedo gordo recorrió con suavidad la palma de mi mano.
-¿Me vas a leer las líneas?
-No puedo leer, soy ciega. Y ya te expliqué que lo que hago es una cuestión de energía. Solo necesito tener contacto con tu piel.
-Si necesitás de otra parte que concentre mejor la energía avisame. Mi cuerpo está a tu entera disposición.
Tampoco esta vez pude adivinarle la sonrisa. Había un clima de tensión en el ambiente, y eso me gustaba. El vino empezaba a surtir efecto. Silvia estaba callada, como concentrada, y seguía masajeando la palma de mi mano. El misterio era excitante, o quizás era el masaje. De cualquier manera mis pantalones parecían encogerse cada vez más.
-¿Me vas a predecir el futuro o te encariñaste con mi mano?
-Shhh –respondió ella.
-Digo, porque te pedí un adelanto nomás. Con que predigas el resto de la noche me alcanza.
-¿Vos le tenés miedo a la oscuridad Martín? –preguntó Silvia de pronto.
-No, si no ya te hubieses dado cuenta.
-Mejor –dijo-, porque siento que estás por pasar por un período oscuro.
-Vas a tener que pasarme la dirección de dónde comparaste el palito blanco.
Ella ya no me intimidaba, me sentía invisible en la oscuridad. Y ya estaba un poco borracho.
Silvia soltó mi mano y se levantó para poner algo de música. Ya más adentrado en la ceguera, los sonidos se tradujeron directamente en imágenes. Mientras ella elogiaba la armonía de la música hindú, yo podía calcular, por la distancia de su voz, la perfecta ubicación de sus largas piernas en cuclillas. También imaginar como el pelo desordenado acariciaba su espalda desnuda. El sonido del botón eject se transformó inmediatamente en un equipo musical no muy moderno, probablemente apoyado en el piso al lado de unos libros. Sus pasos patinando hacia la mesa eran una fotografía de la alfombra peluda.
Cuando volvió a agarrar mi mano para sacarme a bailar ya no tuve miedo de tropezarme; era como si presintiera dónde estaba ubicado cada detalle de la habitación. Pude bailar suelto y desinhibido potenciado por el acogedor escondite que brinda la oscuridad. También por el vino. La música hindú invitaba a hacer movimientos ridículos, poco convencionales, revolucionarios, y con la libertad absoluta del anonimato. Silvia bailaba muy bien. No la veía pero podía sentir su desplazamiento sensual sobre la alfombra, clavando esa dulce neblina directo a mis ojos, como si supiera.
De un salto llegué hasta ella, le di una vuelta con las manos y por primera vez en la noche escuché su mueca de sonrisa. El juego era divertido, estábamos pasándola bien.
La besé. Sus labios me envolvieron mientras ella se aferraba a los pelos de mi nuca, como si poco a poco quisiera apropiarse de mi cuello. Besé un sendero imaginario que partió de su boca, bajó por el cuello, regresó por la mejilla, subió hasta la ceja izquierda y terminó en la oreja.
-Ahora me vas a ayudar con lo que prometiste –le dije con mi mejor voz seductora-, te voy a recorrer toda hasta encontrarte la mancha de nacimiento.
La sesión de besos continuó por unos minutos. Dábamos vueltas lentas abrazados con las campanillas hindúes de fondo. No pude reprimirme y tuve que elogiarle la planificación de la cita perfecta. Un gran juego.
-Me gustó tu idea de apagar las luces. Al menos por una noche pude sentir lo que sentís vos todos los días. No es tan malo ser ciego… si estás bien acompañado.
-Yo no apagué las luces Martín –dijo Silvia-, quizás cuando entraste a mi casa te contagiaste. No es la primera vez que pasa, debe tener algo que ver con la energía que hay en el lugar.
Me reí, la abracé y la besé como imaginé que lo haría Arnaldo André. Después dije lo que pensé que él diría:
-Gracias por contagiarme entonces.
Poco a poco fui llevándola hacia atrás, la apreté contra la pared para lamerle el cuello. Levanté sus brazos, le saqué la remera y mientras me hundía en su escote liberé mi brazo derecho para apoyar en la pared. Mi mano cayó justo en el interruptor de luz.
Lo apreté varias veces para ambos lados, pero las luces no se encendieron.
Anduve una cuadra entera en cámara lenta jugando a la pisadita con su sombra. Mientras admiraba el ligero vestido hippie (y su contenido), su movimiento de caderas resultaba algo hipnótico, y mi mente viajaba apagada como si disfrutara del hermoso paisaje desde la ventana de un micro de larga distancia. Lo importante -lo principal-, era que ese palo blanco que marcaba el compás de sus pasos abría la chance de que ella no estuviera fuera de mi alcance. ¿Quién sabe los parámetros de selección de una ciega?
Cuando llegó a la esquina frenó, y yo me paré a su lado.
-¿Te ayudo a cruzar?
-Bueno, gracias -dijo, y sin preguntar nada se aferró de mi brazo.
Esta es la mía, pensé. Con ella estaba tranquilo, no sentía la usual mirada reprobatoria.
-Es raro, puede ser que cruzar esta avenida sea lo único que hagamos juntos –le dije.
Por un par de segundos, la sentí como una ciega-muda. Entonces seguí:
-Ojalá que el hombrecito del semáforo se quede en rojo por siempre, así me da más tiempo para pensar qué decir. Tiene que ser algo perfecto.
-No digas nada entonces –sugirió ella-. Concentrémonos en disfrutar este momento.
Las bocinas de los autos de Santa Fé se turnaban para llenar nuestro silencio, pero yo nunca aprendí a soportar el vacío de las primeras charlas.
-Tengo que admitir que de todas las personas que ayudé a cruzar en mi vida, sos por lejos la más linda –la piropeé.
Ella sonrió apenas, pero no dijo nada.
-Seguro, todas las otras que ayudé a cruzar fueron viejas –seguí-. En eso corrés con ventaja. Pero creo que tu versión de ochenta años seguiría sacando el primer puesto. ¿Sabés la abuela que serías? Matarías mil. Tus nietos se pelearían a los golpes para que los subas a upa.
Logré la primera carcajada y festejé en silencio.
El hombrecito cambió a verde. Tres personas que estaban unos metros más a la izquierda avanzaron por la senda peatonal, pero yo me quedé quieto. Ella no dijo nada. Seguía aferrada a mi brazo, era como si ya fuéramos novios. Estiré el cuello y estudié de cerca las numerosas pecas que decoraban su pequeña nariz. Tenía piel delicada, los labios gruesos, cejas finitas y los ojos celestes aclarados, como si una especie de neblina le cubriera las pupilas.
-¿Qué me mirás? –dijo ella de pronto.
Corrí la cara y clavé la vista al frente. Se había dado cuenta. ¿Cómo? Por suerte todavía no le había estudiado las tetas, ese iba a ser mi siguiente paso.
-Te asustaste, ¿eh?- dijo sonriendo, mientras me sacudía el brazo-. Era un chiste nomás, mirame si querés, no tengo nada que ocultar.
Le hice caso y relaté la recorrida de mis ojos.
-Ahora te estoy mirando las orejas, muy lindas la verdad. Me gustan los lóbulos carnosos como los tuyos, son más comestibles. Simpático tu cuello también. Ni muy largo ni muy corto: ideal. De las piernas y el resto no te digo nada, para eso están los trabajadores de las obras en construcción.
-Nunca está mal que me lo recuerden –aclaró-. Igual yo se perfectamente como soy. Los ciegos podemos ver con las manos: ahora mismo te estoy contemplando el brazo.
Solté una risa cómplice, y me subió el pánico de repente. Ella podía ver con las manos: no tenía que dejar que me toque la cara.
El hombrecito se puso verde de vuelta y no me animé a disimularlo; sería demasiado: los ciegos tienen los otros sentidos agudizados, deben saber cuando cambia el semáforo. Caminamos juntos despacio por la senda peatonal, ella siempre eslabonada a mi brazo. Por un momento sentí que apoyaba la cabeza en mi hombro, pero fue solo mi imaginación. Un deseo.
Llegamos al otro lado de la vereda, nuestra despedida.
-Bueno –le dije-, ha sido un honor ayudarte. El servicio fue gratuito, pero si algún día tenés ganas de retribuirme, podrías ayudarme con mi investigación…
-¿Qué investigación?
-Estoy haciendo un estudio sobre manchas de nacimiento; y me encantaría fotografiar la tuya para sumarla a mi catálogo. La teoría es que las manchas son un símbolo de nuestra esencia.
Ella, sin verme, me miraba con atención.
-Yo tomo en cuenta la forma, la textura, el color y la ubicación de cada mancha y la comparo con la personalidad. Después saco conclusiones -terminé.
-Ah, ¿si? ¿Y qué conclusiones sacaste?
-Por ahora solo analicé la mía –me aclaré la garganta-; es un estudio muy reciente. Pero para contarte mejor tendrías que verla; o tocarla mejor dicho… y acá no va a poder ser. Hay mucha gente. ¿Por qué no nos encontramos más tranquilos otro día e intercambiamos manchas?
Ella se puso seria y apuntó los ojos directo hacia los míos. Fue un silencio eterno de tres segundos que no me animé a quebrar. Ya estaba todo dicho, solo quedaba esperar.
-Está bien –resolvió entonces, sacó la billetera y me dio su tarjeta-. Ahí tenés la dirección de mi casa. Pasate el jueves a eso de las nueve; te invito a comer.
Intenté contenerme para que no se note el golazo que estaba gritando en mi interior. Su tarjeta decía: “Silvia Manera, vidente”.
-¿Sos vidente? -le pregunté sorprendido, mientras releía la tarjeta para asegurarme de que no era un error. Cuando levanté la cabeza, Silvia ya había arrancado con el palo blanco marcando el ritmo de sus pasos. Se dio vuelta y gritó a la pasada:
-A las nueve Martín, no te olvides.
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Tuve que soportar dos días de tregua hasta la cita. No fue fácil. La excitación y ansiedad habitual se mezclaban con una inmensa intriga y algunos miedos. Era el mismo cóctel de sensaciones que sacudían mi mente antes del sexo. Solo que en este caso los miedos eran otros. ¿Qué poderes tiene una vidente? ¿Cómo hizo para adivinar mi nombre? ¿Podrá leerme la mente durante el sexo? Bueno, quizás algún que otro miedo era parecido a los de siempre.
Ese jueves, a las nueve y diez, toqué el timbre de su departamento.
-¿Sos vos Martín? –preguntó Silvia, pegada al otro lado de la puerta.
-Eso parece –respondí-, pero todavía no se cómo descifraste mi nombre.
-¿Querés que te cuente con la puerta de por medio o vas a pasar?
Por un momento tuve la necesidad de escapar. Ella me intimidaba. Era algo nuevo, interesante, peligroso.
-Quiero pasar –resolví, recordando sus numerosos atributos.
-Cerrá los ojos entonces –siguió Silvia, del otro lado de la puerta-. Sé que las primeras impresiones son importantes, pero yo nunca tuve una… al menos visual. Por eso los que quieran entrar a mi casa tienen que cerrar los ojos, no me gusta estar en desventaja.
Ahora sí consideré seriamente la huída cobarde, sin despedidas ni explicaciones. Tenía que entregarme por completo. Jugar a su juego, y de visitante. Era yo el que estaba en desventaja.
Respiré hondo, cerré los ojos y golpeé la puerta. Silvia abrió sin chequear mi ceguera, tomó mi mano y me instó a avanzar. Me dejé llevar sin hacer trampa, escuché la puerta cerrarse detrás de mí y, tomado de su mano, avancé unos metros en silencio. El negro absoluto me generó una extraña calma. Sentí un olor a incienso de vainilla justo antes de detenernos.
Silvia pareció darse media vuelta para enfrentarme.
-Hola Martín –dijo, dándome un dulce beso en la mejilla-. Quedate quieto.
Apoyó sus manos en mi cadera y se arrodilló lentamente. Su cabeza llegó a la altura de mi cinturón. Los pantalones me apretaron. Silvia siguió su descenso hasta el piso, desanudó los cordones y me sacó las zapatillas con delicadeza. Cuando desenrolló mis medias, aterricé los pies descalzos en una cálida alfombra peluda. Pensé en desnudarme ahí mismo, pero las señales no eran del todo claras y preferí no arriesgarme. Tuve el impulso de abrir los ojos para leer mejor las pistas, pero tampoco quería romper la magia.
-Así está mejor, las zapatillas nunca son bienvenidas en mi casa –explicó ella-. Me cuesta horrores limpiar todo la mugre que traen de la calle.
Volvió a agarrar mi mano y la puso sobre lo que parecía ser el respaldo de una silla.
-Ponete cómodo. Ya vuelvo, que se me quema la comida.
Me senté con movimientos toscos, mientras la oía silbando en su rápida huída hacia la cocina. Aproveché que estaba distraída para abrir los ojos: ya había sido suficiente.
Tuve que contenerme para no gritar del susto; la oscuridad seguía siendo total. Había programado cada detalle cuidadosamente para que ni una chispa de luz se entrometa en su diseño de la perfecta noche en tinieblas. Las persianas debían estar bajas, las luces apagadas… el negro era tan profundo que no llegaba a verme las manos. Estaba ciego, como ella. Solo que Silvia tenía años de experiencia. Ella podía cocinar silbando con total tranquilidad, yo apenas si podía moverme; tenía miedo de romper algo, de caerme al piso.
Respiré hondo un par de veces para calmarme. ¿Por qué había apagado las luces? ¿Qué quería enseñarme? Silvia estaba jugando conmigo y yo tenía dos opciones: jugar con ella o exigir que encienda las luces.
Decidí seguirle la corriente; tocar de oído sin hacer comentarios de su estrategia. No era cuestión de abandonar el juego antes de descubrir cual sería el objetivo, o, mejor todavía, como iba a terminar. Quizás tenía una posibilidad de ganar; o podíamos ganar los dos a la vez. Si éramos parejos en una de esas terminábamos empatados, en pareja. De lo que estaba seguro era que, aún si el juego era el cuarto oscuro, todavía no tenía que dejar que me toque la cara.
Silvia regresó a la mesa y pude oír como acomodaba la bandeja y los platos con gran agilidad. Cada cosa en su lugar. La comida olía bien, pero era un olor que no llegué a distinguir, al menos no a primer olfato.
Ella parecía respetar mi silencio. Era como si supiera que necesitaba un tiempo para asimilar la oscuridad, agudizar los otros sentidos, recuperar el habla. ¿Me estaba dando una ventaja para acostumbrarme al juego?
-¿Qué pasa, te comieron la lengua los ratones? –bromeó entonces, quebrándome el changüí-. Pasame el plato que te sirvo.
Tantée la mesa, levanté el plato y lo extendí firme hacia delante. Silvia agarró la otra punta y, apenas rozando mis dedos, vació su misteriosa creación culinaria. Cuando sus dedos dejaron de tocarme mantuve el plato en la misma posición por unos segundos, por miedo a que siga sirviendo y la comida aterrice directo en la mesa, arruinándolo todo.
-El otro día no estabas tan callado, ¿dónde te olvidaste el chamuyo?
-Del otro lado de la puerta –reaccioné para mi sorpresa-. Lo tenía todo programado, ayer estudié la conversación para durar toda la noche, pero de confianzudo no me hice machete y ahora no me acuerdo de nada. Voy a tener que improvisar.
No estoy seguro de si se rió o tuvo una pequeña tos. Era una complicación adivinar sus reacciones, sospechar su sonrisa. Tenía que confiar a ciegas en mi charla.
-¿Y, no me vas a decir nada de la comida?
-Perdoná, está exquisita. En serio.
-Primero probala. En una de esas no tenés que mentir.
-Cierto, a vos no te puedo mentir; olvidé que eras vidente. Ahora la pruebo.
Encontré los cubiertos al costado del plato, acerqué la nariz y analicé el olor en detalle. No había forma de descifrar lo que era con anticipación, tenía que arriesgarme. Revolví la comida con el tenedor. Era como una pasta blanda con pequeños pedazos duros, y parecía estar condimentada con algún tipo de salsa acuosa. ¿Y si eran caracoles? Junte coraje y en un movimiento rápido probé el primer bocado.
-Mmmm –dije, antes de analizar el gusto.
Era un sabor desconocido, algo agridulce. No estaba mal, pero no podía sacarme de la cabeza la horrible idea de que eran caracoles.
-Está muy rico, original. ¿Qué es?
-Es una receta secreta, no te puedo decir. Mi abuela se la enseñó a mi mamá, ella a mí, y yo se la voy a enseñar a mi hija, algún día.
Intenté pensar en otra cosa. Distraerme de los caracoles para vaciar el plato sin decepcionarla. Por suerte había suficiente pan, el vino ayudó y mientras tanto hablamos de su clarividencia. Era un don natural que venía de la familia, explicó Silvia, pero además podía agilizarse con un buen maestro a través de los años.
Aunque trabajaba de eso, no quiso darme muchos detalles de sus “poderes”. Solo me confesó que no tenía bola de cristal ni cartas; dijo que era más bien una cuestión de energía. Me tranquilizó la idea de que si podía adivinar mi nombre, quizás sabía mucho más: mi pasado, mi futuro, mis secretos. Si a pesar de todo me había invitado a su casa, eso podía significar que ya había pasado la prueba.
-¿No me hacés una muestra gratis? –le pregunté-. Un pequeño adelanto de tus sesiones. Lo suficiente para convencer a un no creyente.
-¿Así que no creés en lo que hago Martín? Eso me duele, en serio.
-¿Por qué? Yo soy cajero, y me da lo mismo si no creés en el sistema bancario. Al menos lo que vos hacés es más interesante.
-No es lo mismo, porque si no creés en lo mío, eso significa que yo engaño a la gente, ¿no te parece?
Tomé un trago de vino para ganar tiempo. Estaba metiéndome en terreno pantanoso.
-Es que tampoco creo en Dios, ni en los milagros –seguí-. Aunque me encantaría creer. Estoy buscando a alguien que me contradiga, que me calle la boca con una demostración; pero lamentablemente soy un tipo racional: si no lo veo, no lo creo.
-Yo no veo nada Martín, y por eso mismo creo en todo.
No supe qué decir.
Para cambiar de tema le pedí que sirviera un poco más de vino. Silvia llenó los dos vasos, y cuando quise alcanzar el mío me agarró la muñeca. Extendió mi brazo y con su dedo gordo recorrió con suavidad la palma de mi mano.
-¿Me vas a leer las líneas?
-No puedo leer, soy ciega. Y ya te expliqué que lo que hago es una cuestión de energía. Solo necesito tener contacto con tu piel.
-Si necesitás de otra parte que concentre mejor la energía avisame. Mi cuerpo está a tu entera disposición.
Tampoco esta vez pude adivinarle la sonrisa. Había un clima de tensión en el ambiente, y eso me gustaba. El vino empezaba a surtir efecto. Silvia estaba callada, como concentrada, y seguía masajeando la palma de mi mano. El misterio era excitante, o quizás era el masaje. De cualquier manera mis pantalones parecían encogerse cada vez más.
-¿Me vas a predecir el futuro o te encariñaste con mi mano?
-Shhh –respondió ella.
-Digo, porque te pedí un adelanto nomás. Con que predigas el resto de la noche me alcanza.
-¿Vos le tenés miedo a la oscuridad Martín? –preguntó Silvia de pronto.
-No, si no ya te hubieses dado cuenta.
-Mejor –dijo-, porque siento que estás por pasar por un período oscuro.
-Vas a tener que pasarme la dirección de dónde comparaste el palito blanco.
Ella ya no me intimidaba, me sentía invisible en la oscuridad. Y ya estaba un poco borracho.
Silvia soltó mi mano y se levantó para poner algo de música. Ya más adentrado en la ceguera, los sonidos se tradujeron directamente en imágenes. Mientras ella elogiaba la armonía de la música hindú, yo podía calcular, por la distancia de su voz, la perfecta ubicación de sus largas piernas en cuclillas. También imaginar como el pelo desordenado acariciaba su espalda desnuda. El sonido del botón eject se transformó inmediatamente en un equipo musical no muy moderno, probablemente apoyado en el piso al lado de unos libros. Sus pasos patinando hacia la mesa eran una fotografía de la alfombra peluda.
Cuando volvió a agarrar mi mano para sacarme a bailar ya no tuve miedo de tropezarme; era como si presintiera dónde estaba ubicado cada detalle de la habitación. Pude bailar suelto y desinhibido potenciado por el acogedor escondite que brinda la oscuridad. También por el vino. La música hindú invitaba a hacer movimientos ridículos, poco convencionales, revolucionarios, y con la libertad absoluta del anonimato. Silvia bailaba muy bien. No la veía pero podía sentir su desplazamiento sensual sobre la alfombra, clavando esa dulce neblina directo a mis ojos, como si supiera.
De un salto llegué hasta ella, le di una vuelta con las manos y por primera vez en la noche escuché su mueca de sonrisa. El juego era divertido, estábamos pasándola bien.
La besé. Sus labios me envolvieron mientras ella se aferraba a los pelos de mi nuca, como si poco a poco quisiera apropiarse de mi cuello. Besé un sendero imaginario que partió de su boca, bajó por el cuello, regresó por la mejilla, subió hasta la ceja izquierda y terminó en la oreja.
-Ahora me vas a ayudar con lo que prometiste –le dije con mi mejor voz seductora-, te voy a recorrer toda hasta encontrarte la mancha de nacimiento.
La sesión de besos continuó por unos minutos. Dábamos vueltas lentas abrazados con las campanillas hindúes de fondo. No pude reprimirme y tuve que elogiarle la planificación de la cita perfecta. Un gran juego.
-Me gustó tu idea de apagar las luces. Al menos por una noche pude sentir lo que sentís vos todos los días. No es tan malo ser ciego… si estás bien acompañado.
-Yo no apagué las luces Martín –dijo Silvia-, quizás cuando entraste a mi casa te contagiaste. No es la primera vez que pasa, debe tener algo que ver con la energía que hay en el lugar.
Me reí, la abracé y la besé como imaginé que lo haría Arnaldo André. Después dije lo que pensé que él diría:
-Gracias por contagiarme entonces.
Poco a poco fui llevándola hacia atrás, la apreté contra la pared para lamerle el cuello. Levanté sus brazos, le saqué la remera y mientras me hundía en su escote liberé mi brazo derecho para apoyar en la pared. Mi mano cayó justo en el interruptor de luz.
Lo apreté varias veces para ambos lados, pero las luces no se encendieron.
martes, 11 de noviembre de 2008
EN SUS ZAPATOS
Faltaban dos cuadras para llegar a Cabildo. La vi caminando a paso doble y aceleré para seguirle el rastro. Bamboleaba la cola como si lo viniera practicado desde chiquita, y ese tatuaje -justo donde terminaba la espalda- la ubicaba en una de las máximas más sexuales del hombre cualquiera. Un chica de 18 años capaz de condenarle la vida a un pobre hombre con poco control sobre sus instintos. Diez años atrás, sería una rollinga.
La acompañé esas dos cuadras haciendole marca personal y, sin darme cuenta, descubrí que a esa distancia podía ver el trayecto desde sus ojos. Es un ejercicio interesante caminar detrás de una mujer hermosa para sentir las miradas de los verduleros.
Cada hombre que pasábamos la miraba mordiéndose los labios; y yo, pegado a su andar, sentía las miradas como si fuera ella. Eran miradas fijas, obvias, explícitas y sostenidas en el tiempo sin ningún tipo de tapujos. Miradas que detienen acciones, para no perder concentración; miradas más pesadas que el peor piropo de una obra en construcción.
En ese silencio, decían todo. Por primera vez entendí lo que se siente que te digan te parto al medio sin decirlo. Y me pregunté si mis ojos sutiles del subte se verían de la misma manera. Y si esa sutileza no era sinónimo de cobardía.
La acompañé esas dos cuadras haciendole marca personal y, sin darme cuenta, descubrí que a esa distancia podía ver el trayecto desde sus ojos. Es un ejercicio interesante caminar detrás de una mujer hermosa para sentir las miradas de los verduleros.
Cada hombre que pasábamos la miraba mordiéndose los labios; y yo, pegado a su andar, sentía las miradas como si fuera ella. Eran miradas fijas, obvias, explícitas y sostenidas en el tiempo sin ningún tipo de tapujos. Miradas que detienen acciones, para no perder concentración; miradas más pesadas que el peor piropo de una obra en construcción.
En ese silencio, decían todo. Por primera vez entendí lo que se siente que te digan te parto al medio sin decirlo. Y me pregunté si mis ojos sutiles del subte se verían de la misma manera. Y si esa sutileza no era sinónimo de cobardía.
jueves, 6 de noviembre de 2008
MI PULPO
Colgué un cartel en el ascensor de mi edificio.
El cartel decía:
RECOMPENSA
Se me cayó de la terraza al estacionamiento y me olvidé de bajar a buscarla.
Si alguien encontró MI PELOTA PULPO por favor devolverla al 1 C.
Yo se que ella también me extraña.
Recompensa: dos inciensos, una revista de cine y dos premios de esos que vienen con las zucaritas.
A la noche el cartel ya no estaba. Me subió la rabia a la cabeza. Quién es capaz de sacar un cartel que no hace mal a nadie, vecinos de mierda.
Mañana lo cuelgo de vuelta y se van a cagar. O les toco timbre uno por uno, eso voy a hacer. Les toco el timbre a ver qué cara ponen.
Entonces llegó mi primo al edificio (él vive en el octavo) y, como de costumbre, cuando estacionó vio luz encendida en mi departamento y me gritó desde el estacionamiento hacia mi balcón abierto:
-Feeerniii (imposible describir la entonación de mi primo Lush en palabras, pero es mucho mejor de lo que están pensando).
-Luuuushh (la mía tampoco es como están pensando).
Y cuando salgo para el balcón para comentarle mi bronca con los vecinos, veo la pelota pulpo en el piso de mi propio living. Estaba en un rincón, calladita y esperando a ser descubierta.
-¿Vos me devolviste la pulpo?
-No, pero está muy bien eso que escribiste.
-¿Vos sacaste el cartel y me tiraste la pulpo desde abajo al balcón?
-Yo no fui, pero por algo te la devolvieron. Con buena onda generaste cierto remordimiento, se ve.
-Fuiste vos.
-Yo no fui.
Y se fue Lush, nomás. El ladrón arrepentido.
Aunque siempre me quedaré con la duda, él se quedó sin los premios.
El cartel decía:
RECOMPENSA
Se me cayó de la terraza al estacionamiento y me olvidé de bajar a buscarla.
Si alguien encontró MI PELOTA PULPO por favor devolverla al 1 C.
Yo se que ella también me extraña.
Recompensa: dos inciensos, una revista de cine y dos premios de esos que vienen con las zucaritas.
A la noche el cartel ya no estaba. Me subió la rabia a la cabeza. Quién es capaz de sacar un cartel que no hace mal a nadie, vecinos de mierda.
Mañana lo cuelgo de vuelta y se van a cagar. O les toco timbre uno por uno, eso voy a hacer. Les toco el timbre a ver qué cara ponen.
Entonces llegó mi primo al edificio (él vive en el octavo) y, como de costumbre, cuando estacionó vio luz encendida en mi departamento y me gritó desde el estacionamiento hacia mi balcón abierto:
-Feeerniii (imposible describir la entonación de mi primo Lush en palabras, pero es mucho mejor de lo que están pensando).
-Luuuushh (la mía tampoco es como están pensando).
Y cuando salgo para el balcón para comentarle mi bronca con los vecinos, veo la pelota pulpo en el piso de mi propio living. Estaba en un rincón, calladita y esperando a ser descubierta.
-¿Vos me devolviste la pulpo?
-No, pero está muy bien eso que escribiste.
-¿Vos sacaste el cartel y me tiraste la pulpo desde abajo al balcón?
-Yo no fui, pero por algo te la devolvieron. Con buena onda generaste cierto remordimiento, se ve.
-Fuiste vos.
-Yo no fui.
Y se fue Lush, nomás. El ladrón arrepentido.
Aunque siempre me quedaré con la duda, él se quedó sin los premios.
martes, 4 de noviembre de 2008
NORDELTA
Tres muchachos en un auto yendo a un cumpleaños en Nordelta. Yo era uno de ellos. Viajaba al lado del conductor mientras hablábamos de los colores que uno puede llegar a ver con los ojos cerrados durante la meditación.
-El nirvana es uno de los estados de conciencia posibles a alcanzar. A mí personalmente me encanta el sueño lúcido alfa: ves lo mismo que si estuvieras despierto, pero los colores son más vívidos y podés controlar todo lo que pasa. Y para alcanzarlo no necesitás de peyote o ayahuasca, sólo hay que aprender a meditar respirando de cierta manera -explicaba Pedro.
-Yo conozco gente que jugaba a respirar muy fuerte hasta desmayarse. Nunca los vi hacerlo, pero se que lo hacían borrachos y me los imaginaba a todos aplaudiendo y alentando al que respira sin parar a máxima velocidad apoyando la espalda contra la pared hasta que plok, cae muerto y todos brindan por él.
En eso me suena un mensaje en el teléfono que estaba guardado en el asiento de atrás, en un bolsillo del bolso.
-Che, está sonando el teléfono -me dice Maxi.
-Está bien, después atiendo.
-Uuuhhh... ¡Qué control! Yo apenas suena tengo que atenderlo sí o sí.
Pedro también me dio la mano para felicitarme. Yo defendí la filosofía del celular relajado ("él trabaja para nosotros, no nosotros para él") y me prometí a mí mismo dejar de llevarlo al baño cuando me ducho, para no ser hipócrita.
Llegamos al primer control. Era mi primera vez en Nordelta, y no me gustaba la idea de un grupo de gente que decide vivir apartada para estar segura. Me parecía un símbolo perfecto de a dónde nos estaba llevando la división de clases. El hombrecito de la cabina pidió documentos y que abriéramos el baúl. Por suerte había guardado mi cadáver en el bolso del asiento de atrás.
Nos dejaron pasar, y recién ahí me vine a enterar que el barrio privado era hermano de muchos otros barrios privados que compartían el mismo complejo. Habíamos entrado en una gran ciudad de barrios privados con un lugar común que incluía escuela, hospital, cines, supermercado, shopping y lago artificial. Eso no era lo único que parecía artificial. Después de pasar el segundo control descubrimos las casas cúbicas prefabricadas, una al lado de la otra, con sus respectivas familias felices.
-Acá hay multas para todo. Si vas a más de cuarenta kilómetros por hora, multa. Si la casa que empezaste a construir demora en terminarse más de lo pautado, multa. Si estacionás el auto donde no corresponde, multa. La multa es ley.
La casa era un lujo, la verdad. Techos altos, muebles de diseño, jardín con pileta y vista al hermoso lago artificial con los patitos traídos especialmente desde vaya uno a saber dónde para nadar frente a nuestra paz mental. Se movían en grupo y cada tanto hundían la cabeza en el agua. No parecían artificiales, pero yo tenía mis dudas.
Alrededor del lago nos rodeaban los patios traseros de las demás casas, generando un clima de calma similar al de Truman Show. Justo enfrente nuestro, del otro lado del agua, un cachorro de perro labrador corría por el pasto hacia una nena y volvía a su arenero personal, donde lo esperaba su juguete: un conejo inflable color rosa que nos sonreía a la distancia. Por alguna razón recordé a David Lynch. Era una escena sacada de esas películas dónde la sociedad es tan perfecta que inquieta: todos los niños rubios saludando con una extraña mueca de satisfacción. Algo no estaba bien.
-Yo lo quería a Bianchi, pero ya está. Ahora, si yo fuera Maradona lo que hago es llamarlo por teléfono al gordo Fabbiani y le digo: "si te ponés bien, te llamo". Eso haría -me decía más tarde Nico, el hermano de Lucho.
El asado fue de sándwiches. A la tarde el sol pegaba tan fuerte que parecía derretirte la cara, pero el agua de la pileta estaba helada y antes de meterte la duda era eterna. Te acercabas al borde y mirabas el agua un rato largo. La gente arengaba, dale cagón y amagaban a salpicarte, pero ellos tenían el mismo problema. Finalmente juntabas valor y chapuzón. Te decías que no era para tanto, salías refrescado y una hora más tarde de vuelta en el borde mirando el agua un rato largo.
Empezó a sonar el timbre bastante seguido. Me acerqué por curiosidad y los vi. Era la nueva ola de niños disfrazados de Halloween, extendiendo sus calabazas de plástico para recibir golosinas. Hermosas rubias en miniatura vestidas de bruja y hada madrina, nenes de cachetes colorados con traje de esqueleto. Tocaban el timbre y mostraban su calabaza hambrienta de bon o bons. Les faltaba decir algo: si vamos a importar esta festividad alguien tiene que ocuparse de traducir el trick or treat, o lo que sea que digan los yanquis. Salí a ver cómo tocaban timbres y vi la calle sin tránsito, las casas cúbicas de diversos colores a ambos lados, los padres como chaperones de sus criaturas disfrazadas y pensé que Halloween no fue lo único que importaron. La bolsa se caía a pedazos, tenías la crisis mundial y toda la alarma que puedas imprimir en tu diario, pero todo iba a permanecer exactamente igual. Miré al cielo y me pareció ver el reflejo del sol rebotando contra la burbuja. De pronto sentí lástima de esta nueva generación que iba a crecer sin ver el mundo real.
-El nirvana es uno de los estados de conciencia posibles a alcanzar. A mí personalmente me encanta el sueño lúcido alfa: ves lo mismo que si estuvieras despierto, pero los colores son más vívidos y podés controlar todo lo que pasa. Y para alcanzarlo no necesitás de peyote o ayahuasca, sólo hay que aprender a meditar respirando de cierta manera -explicaba Pedro.
-Yo conozco gente que jugaba a respirar muy fuerte hasta desmayarse. Nunca los vi hacerlo, pero se que lo hacían borrachos y me los imaginaba a todos aplaudiendo y alentando al que respira sin parar a máxima velocidad apoyando la espalda contra la pared hasta que plok, cae muerto y todos brindan por él.
En eso me suena un mensaje en el teléfono que estaba guardado en el asiento de atrás, en un bolsillo del bolso.
-Che, está sonando el teléfono -me dice Maxi.
-Está bien, después atiendo.
-Uuuhhh... ¡Qué control! Yo apenas suena tengo que atenderlo sí o sí.
Pedro también me dio la mano para felicitarme. Yo defendí la filosofía del celular relajado ("él trabaja para nosotros, no nosotros para él") y me prometí a mí mismo dejar de llevarlo al baño cuando me ducho, para no ser hipócrita.
Llegamos al primer control. Era mi primera vez en Nordelta, y no me gustaba la idea de un grupo de gente que decide vivir apartada para estar segura. Me parecía un símbolo perfecto de a dónde nos estaba llevando la división de clases. El hombrecito de la cabina pidió documentos y que abriéramos el baúl. Por suerte había guardado mi cadáver en el bolso del asiento de atrás.
Nos dejaron pasar, y recién ahí me vine a enterar que el barrio privado era hermano de muchos otros barrios privados que compartían el mismo complejo. Habíamos entrado en una gran ciudad de barrios privados con un lugar común que incluía escuela, hospital, cines, supermercado, shopping y lago artificial. Eso no era lo único que parecía artificial. Después de pasar el segundo control descubrimos las casas cúbicas prefabricadas, una al lado de la otra, con sus respectivas familias felices.
-Acá hay multas para todo. Si vas a más de cuarenta kilómetros por hora, multa. Si la casa que empezaste a construir demora en terminarse más de lo pautado, multa. Si estacionás el auto donde no corresponde, multa. La multa es ley.
La casa era un lujo, la verdad. Techos altos, muebles de diseño, jardín con pileta y vista al hermoso lago artificial con los patitos traídos especialmente desde vaya uno a saber dónde para nadar frente a nuestra paz mental. Se movían en grupo y cada tanto hundían la cabeza en el agua. No parecían artificiales, pero yo tenía mis dudas.
Alrededor del lago nos rodeaban los patios traseros de las demás casas, generando un clima de calma similar al de Truman Show. Justo enfrente nuestro, del otro lado del agua, un cachorro de perro labrador corría por el pasto hacia una nena y volvía a su arenero personal, donde lo esperaba su juguete: un conejo inflable color rosa que nos sonreía a la distancia. Por alguna razón recordé a David Lynch. Era una escena sacada de esas películas dónde la sociedad es tan perfecta que inquieta: todos los niños rubios saludando con una extraña mueca de satisfacción. Algo no estaba bien.
-Yo lo quería a Bianchi, pero ya está. Ahora, si yo fuera Maradona lo que hago es llamarlo por teléfono al gordo Fabbiani y le digo: "si te ponés bien, te llamo". Eso haría -me decía más tarde Nico, el hermano de Lucho.
El asado fue de sándwiches. A la tarde el sol pegaba tan fuerte que parecía derretirte la cara, pero el agua de la pileta estaba helada y antes de meterte la duda era eterna. Te acercabas al borde y mirabas el agua un rato largo. La gente arengaba, dale cagón y amagaban a salpicarte, pero ellos tenían el mismo problema. Finalmente juntabas valor y chapuzón. Te decías que no era para tanto, salías refrescado y una hora más tarde de vuelta en el borde mirando el agua un rato largo.
Empezó a sonar el timbre bastante seguido. Me acerqué por curiosidad y los vi. Era la nueva ola de niños disfrazados de Halloween, extendiendo sus calabazas de plástico para recibir golosinas. Hermosas rubias en miniatura vestidas de bruja y hada madrina, nenes de cachetes colorados con traje de esqueleto. Tocaban el timbre y mostraban su calabaza hambrienta de bon o bons. Les faltaba decir algo: si vamos a importar esta festividad alguien tiene que ocuparse de traducir el trick or treat, o lo que sea que digan los yanquis. Salí a ver cómo tocaban timbres y vi la calle sin tránsito, las casas cúbicas de diversos colores a ambos lados, los padres como chaperones de sus criaturas disfrazadas y pensé que Halloween no fue lo único que importaron. La bolsa se caía a pedazos, tenías la crisis mundial y toda la alarma que puedas imprimir en tu diario, pero todo iba a permanecer exactamente igual. Miré al cielo y me pareció ver el reflejo del sol rebotando contra la burbuja. De pronto sentí lástima de esta nueva generación que iba a crecer sin ver el mundo real.
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