miércoles, 24 de junio de 2015

ABUELA SANGUCHITO

La recuerdo con el mismo pulover rojo, yendo y viniendo a la cocina, feliz de la vida de vernos comer sus milanesas. Monitoreaba el almuerzo a la distancia indicando con precisión cuándo y dónde poner mayonesa, cuándo tomar un trago de granadina con soda (siempre al final, para no llenarse antes) y dónde estaba el pionono si veía que no lo tocabas lo suficiente. Eso me hacía rabiar. Comía menos para hacerla rabiar a ella, pero ella a su edad era incorregible. Antes también, claro.

Nunca se sentaba por más de tres minutos consecutivos. Siempre había algo que hacer en la cocina. Y si nos veía hablar mucho, nos callaba a la fuerza. Cuando se come no se habla, repetía enojada. A mi y a mi hermana nos daba risa. Siempre nos dio mucha risa y ganas de abrazar. Era de las pocas personas en este mundo capaces de ponerse genuinamente contentas si le regalaba un portaretratos con una foto mía en su cumpleaños. Y ahora que no está tengo el impulso de abrazar abuelas ajenas por la calle.

Su mantra era una frase de dos palabras idénticas: Cóme, cóme. Las decía en un acento polaco de lo más divertido. Todo lo que era bueno para ella era especial, y si alguien la quería embromar entrecerraba los ojos y decía que era mentira de José. Me daba bizcochos y sándwiches para llevar y se ponía como loca si me descubría compartiéndolos con mis amigos. La bautizamos Abuela Sanguchito.

Ella entendía todo todito, pero se lo callaba por estrategia. Siempre fue muy diplomática. Y como toda abuela era capaz de hacerme ir a su casa para arreglarle el televisor, que estaba desenchufado. Enana como ella sola, caminaba por la vereda en zig zag tambaleándose con los tacos altos. ¿Para qué tacos altos a esa edad, me querés decir? Es extraño, teniendo en cuenta que fue de una generación que no se preocupó por ser popular, sino por sobrevivir. Y ella lo hizo mejor que nadie.

El holocausto le comió siete hermanos, dos padres y un hijo de cuatro años que dejó escondido con los vecinos. Guardaba ampliada la única foto que le quedó de él. Era en blanco y negro y tenía una mirada profunda que siempre me dio escalofríos. Ella se salvó por fuerza y por suerte, y esperó en su pueblo tres meses la milagrosa aparición de su marido como habían acordado. Entonces miró para adelante sin detenerse a pensar nunca en el pasado que le entraba en la cabeza a la noche sin pedir permiso en forma de pesadillas. Está todo escrito en una carta que mandaron a Alemania para recibir la pensión. Eso y más. Pero no todo. Todo es imposible.

A veces invitaba amigos a almorzar en su casa para que vieran con sus propios ojos la estatura de su personaje. A Rochi la saludó contentísima confundiéndola con una amiga de papá que era treinta años máyor. A Diego siempre lo culpó de dejarla sorda por un petardo que tiró y le cayó cerca. A Juan lo obligó a levantarse del sillón de mi living en año nuevo para que apagara la música y se fuera con todos los demás porque esa no era casa de baile. Y eso que festejábamos en casa por mi silla de ruedas.

Un día se cayó y tuvo que aprender a convivir con una gorda que según ella le robaba las bombachas. Cuando se cayó por segunda vez yo estaba en el exterior. Volví un día, pero ella vivía en un geriátrico y ya no era la misma. Hablaba poco y nada, entendía menos, pero yo todavía sentía que me abrazaba un poco con sus ojos brillosos. Después ni siquiera.

Se sorprendió mucho un día, cuando se enteró que estábamos reunidos en el geriátrico para festejarle el cumpleaños. Se sorprendió de no acordarse de su cunpleaños. Por un instante sentí que se dio cuenta de todo. Después lo olvidó.

Ya no había razones para seguir viviendo. Pero ella seguía. Cada vez más desconectada, los huesos contraídos, regresando de a poco a la posición fetal original. Se hacía dificil verla, por mucho tiempo preferimos la culpa de no visitarla. Pero ella seguía. No le quedaba nada, sólo su inmenso instinto de supervivencia. Ella seguía. Y en mi imaginación su cerebro guardaba un único pensamiento; el mismo que le permitió atravesar la peor de las guerras desde el peor de los bandos: Tengo que sobrevivir.

Hablamos de ella el día del padre; nos preguntamos qué estaba esperando. De alguna manera se dio cuenta, y al otro día se fue. Tenía 95 años.

Siempre tuve miedo de que cuando llegara el momento no la lloraría como se lo merecía. Que sería igual que cuando mandaron a mi primer perro al campo y nos avisaron de su muerte seis meses más tarde. Pero cuando papá llamó por teléfono lo supe antes de que lo dijera por el tono con el que pronunció mi nombre. Y ahora ya se en qué pensar cada vez que necesite recurrir a la memoria emotiva, si es que algún día me decido a ser actor. Ahora quisiera tener a ese viejo perro para abrazarlo en silencio y morderle fuerte el cuello peludo.
Los perros son, sin dudas, los mejores compañeros de velatorio.