Era un dictador como cualquier otro; aunque él quería ser un poco más (como todos los demás). De momento había jugado bien sus cartas, demostrando potencia y potencial y disimulando errores sin excederse en la cantidad de charcos de sangre en la plaza pública. Todavía no había apostado en grande, es cierto, pero tenía tiempo. ¿Cuánto? Eso dependía del hambre de poder, propio y ajeno.
Una noche soñó que se moría, con tanto realismo que creyó despertar muerto. Se levantó de un salto, fue hasta el baño y suspiró al comprobar que su espejo todavía le hacía caso en cada movimiento. Luego llamó a uno de sus criados que juró verlo vivo o, en caso contrario, aseguró que era un muerto muy despierto.
Esa mañana decidió que quería vivir para siempre.
Durante semanas analizó varias opciones para lograrlo.
Descartó la posibilidad de consagrarse como el imperio más grande del mundo, porque sabía por experiencia que tarde o temprano todos los imperios terminaban cayendo. Construir una muralla infinita, inaugurar el primer puente submarino, lograr una cruza de hipopótamo con rinoceronte que resultara mascotable, gobernar el reino de las mujeres de tres tetas… ¿Qué milagro le daría a la eternidad?
La idea que más le entusiasmaba era secuestrar las estrellas para que el único cielo que las mostrara fuera el suyo; pero las cabezas de diez científicos magníficos rodando por el suelo lo convencieron de que, por más que lo intentara, la tecnología actual simplemente tenía sus límites.
Llegó un día que se hizo noche, y esa noche el dictador soñó con mucha gente linda. Por todas partes. En su sueño salió a caminar por su reino a saludar a gente bien y de la otra, y por primera vez pudo estrechar todas las manos sin necesidad de disimular el asco. Los pordioseros eran caballeros, las prostitutas estaban baratas y pitucas, ya no se veían mamarrachos (ni siquiera los borrachos, que caminaban derechos y bien machos). Había maleantes elegantes y mendigos distinguidos, leprosos preciosos, minas divinas; hasta el verdulero tenía los dientes enteros y las mujeres pobres y fuleras de las afueras ya no eran tan feas.
Fue un reino perfecto, profético.
Se despertó contento y resuelto a hacerlo realidad.
Un mes después, su sueño era ley. Desde ese día en adelante, todos los recién nacidos serían juzgados. Los padres de bebés bien feos deberían pagar impuestos horrendos, mientras que los padres de bebotes lindos recibirían preciosos incentivos. Así, el país del gran dictador quedaría marcado en el mapa como la Capital Mundial de la Gente Hermosa.
El truco, como casi siempre, era burocrático. Para obtener los documentos en regla cada recién nacido debía recibir el sello correspondiente en el Juzgado de Belleza. Allí, los Catadores Bisexuales de la Belleza Humana –hombres capacitados para separar a la gente fea de la otra- certificaban con su firma que eso de que sobre gustos no había nada escrito era una tremenda mentira.
El trámite era sencillo: primero los padres daban un paso al frente para ser observados con lupa y diversas luces (ya que hay gente que es bonita o desagradable según la iluminación). Enseguida los bebés eran alzados y, por si acaso, analizados en versiones con diversas expresiones: tristes, taciturnos y contentos. Estas distintas facetas eran logradas gracias a las gracias, o morisquetas, no de los Catadores sino de sus asistentas.
A decir verdad, todo ese acto era nada más que para disimular, porque en ese tipo de trámites es sabido que la primera impresión es la que cuenta. Es cierto que el amor puede llegar tanto de un vistazo como con el tiempo, pero la atracción física siempre es a primera vista.
Finalmente, el pago o cobro definitivo se realizaba al momento de tramitar el documento, mostrando el sello correspondiente.
Así es que, con el tiempo, la gente fea –en general pobres con grandes dificultades para pagar el impuesto horrendo- desistió de tener más de un hijo. Los lindos, por el contrario, solían tener más de tres. La combinación de padre-lindo con madre-fea (o viceversa) significaba un pago de la mitad de impuesto sin ningún incentivo, por lo que a la hora de elegir pareja, la belleza era una condición imprescindible para que los padres estrictos aprobaran el matrimonio.
Muchos feos arriesgados prefirieron mantener a sus hijos como indocumentados, aunque fueron los menos. El documento era un papel necesario, y si un ciudadano no lo tenía era llevado inmediatamente a la frontera con sus efectos personales para ser expulsado del reino. En la aduana, otros Catadores Bisexuales de la Belleza Humana tenían la orden de negar el ingreso a cualquier persona –turista o ciudadano- desagradable a los ojos.
Existieron feos que se dedicaron a la falsificación de documentos, por supuesto. El dictador los venció instalando documentos con hologramas (más difíciles de falsificar). Por otra parte las personas horribles eran fácilmente identificables en la calle, por lo que sus documentos eran analizados ferozmente con máquinas avanzadas para comprobar su legitimidad.
La impotencia por no alcanzar el nivel requerido de estética, impulsó a la aparición de la primera Organización Nacional de Feos (O.N.F), con el objeto de sacudir al sistema y protestar en voz alta. Sin embargo, el emprendimiento no contó con suficientes adeptos ya que muchos se negaban a aceptar públicamente su condición.
Lo cierto es que en una dictadura no tiene sentido quejarse: o se hace la revolución o se calla la boca. Y el dictador todavía no había cosechado suficientes odios como para arriesgar su cuello. Esta era su gran apuesta, a todo o nada. Y, al parecer, estaba funcionando.
Los años pasaron. Y con ellos, los feos fueron aceptando su derrota. Algunos decidieron exiliarse, y muchos otros se conformaron con matar su apellido praticando el placer con las alternativas que ofrece el sexo sin consecuencias (las posiciones no se detallan por ser demasiado burdas para una fábula, pero que las hay las hay).
La población fue cada vez más linda de ver, y la gente estaba contenta por eso. Por otra parte, el turismo en el reino se convirtió en un gran negocio, ya que todo el mundo quería rodearse de hermosura.
Finalmente llegó un día en que el dictador, satisfecho por su logro, se dejó morir. Había creado un lugar de personas rubias, altas y de ojos celestes que tuvo la astucia de llamar Hermosuralandia.
En su entierro, todo su reino lo despidió vitoreándolo con fuegos artificiales. Luego aprovecharon que estaban reunidos para acordar que el nombre era horrendo, paradójicamente, y en votación a mano alzada resolvieron cambiarlo por Suecia.
El tiempo pasó, una vez más, y la belleza se hizo costumbre. Ya nadie sorprendía a nadie. La monotonía visual hizo de Suecia uno de los países con más alta tasa de suicidios del planeta.
Hasta que un día como cualquier otro los Catadores Bisexuales se declararon en huelga definitiva suicidándose en masa. Entonces las aduanas se abrieron para siempre y, de ahí en más, cada latino, moreno o morocho con algo de carisma que pisa el país, deviene en sex symbol.
Muchos turistas ignoran el potencial de su atractivo exótico, pero los más despiertos saben que esto es cierto; como saben que lo que más atrae, lo que más se teme y lo que más se odia, es lo diferente.
Así es que, inteligentes, los latinos valientes que están al tanto, compran pasaje, hacen el viaje, desfilan sus rasgos y se traen del brazo a una modelo sueca -pituca aunque un poco seca-, para pasear a ella y su belleza por la calle, para que la gente decente se vuelva para verlos, queriendo envolverlos y volver a verlos en los diarios, donde periodistas amarillistas tienen la necesidad de escribirlos y describirlos, logrando que por esto se sientan más apuestos, por supuesto, y por sus puestos en el gobierno -que han ganado gracias a esa confianza-, les alcanza para seguir en alza, y sin pausa, decretar que se encuentran en la cresta de una ola, a la que han llegado por la sola, única razón, de haber confiado en sí mismos, y que todos deberían hacer lo mismo; esto mismo: simplismo sin caretaje, ser personas y no personajes, porque en esta vida la persona más atractiva, la que más fuerte pisa, es la que va de frente, creyendo en sí misma con total seguridad. Y esa es la verdad.
domingo, 9 de febrero de 2014
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